JULIÁN QUIRÓS-ABC

  • Las andanzas de la esposa de Pedro Sánchez fueron incorrectas, causen o no una condena penal, y por tanto lo que debiera producirse es una disculpa

En lugar de centrarse en los tribunales y denunciar a los medios de comunicación que supuestamente habrían publicado falsedades sobre ella, Begoña Gómez se ha puesto en manos de su marido, que casualmente es jefe del Gobierno y amenaza desde el aparato del Estado con violentar las bases de la libertad de expresión alcanzadas tras la desaparición del franquismo. La esposa de Sánchez ha renunciado a la ofensiva jurídica para limpiar su reputación, prefiriendo trasladar su caso particular al debate público como un ataque a las instituciones, una cuestión de Estado y hasta un conflicto diplomático internacional. Si no fuera por la desmesura y la gravedad de las tensiones políticas que esta maniobra conlleva, estaríamos ante otro episodio cómico, en línea con el sainete en el que Sánchez ha convertido su presidencia desde que escribió una carta doliente a los españoles para quejarse de maltrato y renunciar durante cinco días a sus obligaciones, con objeto de someterse a una íntima reflexión de marido enamorado. Un ardid grosero con la excusa del honor mancillado que buscaba recuperar la iniciativa política, a costa de utilizar su matrimonio y engañar al partido y al jefe del Estado.

Sánchez se ha superado a sí mismo estas semanas. Su conducta en términos de usos democráticos resulta ya completamente irracional, porque ha dejado atrás el mínimo autocontrol, carece de frenos o inhibidores y tampoco queda nadie cerca para contener unas pulsiones que, por otra parte, le reportan dosis extra de éxito y poder («está convencido de que va a ganar las elecciones europeas y piensa que también ganará las generales cuando decida convocarlas»). Sus antecesores recibieron con frecuencia descalificaciones por la deriva cesarista, pero nunca estuvieron más justificadas que ahora. El PSOE primero fue perdiendo las credenciales socialdemócratas del felipismo para asentarse en las aguas del socialismo radical, linderas con Podemos; después asumió el vaciamiento de los órganos de decisión en el partido; y tras los cinco días de asueto sanchista ya no quedan referentes internos, sólo fieles, sin autoridad, atentos a Pedro, a las emociones de Pedro, a la voluntad de Pedro; amado líder, Pedro, quédate («vergonya» pronuncian los valencianos ante situaciones así). Aquel sonrojante Comité Federal de orantes arrodillados resultó un punto y aparte. De Bolaños abajo, todos renunciaron a su dignidad personal para rogar al líder su permanencia y perdón en clave de fe y golpes de pecho. Un espectáculo ajeno a la modernidad y que entronca con la obra de Vargas Llosa, con los trujillos y las adhesiones mitómanas a los caudillos bananeros.

En parecida humillación cayeron hace unos días el ministro Albares, como último abogado defensor de Begoña Gómez, retirando al embajador en Argentina y la presidenta del Congreso, al recibir señales del jefe del Ejecutivo para quitarle el turno de palabra al líder de la oposición. Honor y deshonor, material hilarante y fungible para la literatura política desde los tiempos de Quevedo. A los líderes socialistas conviene recordarles la reflexión que Stendhal dejó escrita tras oír a Napoleón: «Nada es más justo que un hombre al que hago ministro ya no pueda mear al cabo de cuatro años, es un honor y una eterna fortuna para su familia». Cada cual aguante la caricatura de su próstata como pueda y quiera; cuesta no ver a Sánchez en Bonaparte conforme a la manera en la que gasta y destruye a sus colaboradores y cómo ellos se someten voluntariamente al escarnio y la inanidad.

Siguiendo el hilo de la tragicomedia por la que se precipita la cúpula sanchista, reunidos para afrontar el caso Begoña, bien pudieran concluir con el elocuente diálogo de ‘Sopa de ganso’: «Recuerden que estamos luchando por el honor de esa mujer, que ya es probablemente más de lo que ella ha hecho por sí misma». Lo que le está pasando a la pareja del presidente del Gobierno se lo ha buscado ella solita, así de evidente. Aprovechó su llegada al Palacio de la Moncloa y el acceso de su marido a la Jefatura del Gobierno para establecer relaciones comerciales que representan un conflicto de intereses que debería haber eludido: cátedras universitarias sin tener la cualificación, arribistas que se le acercan con ofertas tentadoras, cartas de recomendación a empresas contratistas con la Administración, reuniones con el CEO de una compañía mientras se negociaba su rescate multimillonario con dinero público, etcétera. Todo innecesario e improcedente. Y contra lo que se nos está haciendo creer, el lucro o la responsabilidad penal de estos actos suponen un agravante, pero no son la condición necesaria que delata una conducta reprochable. Independientemente de que acaben siendo consideradas delito o no, las acciones de Begoña Gómez resultan profundamente erradas, impropias de su posición y, por tanto, censurables. Por eso mismo son objeto de atención informativa y provocan un debate público de consecuencias políticas.

Las andanzas de Begoña Gómez fueron incorrectas, causen o no una condena penal, y por tanto lo que debiera producirse es una disculpa, en vez del intento de su pareja de alterar la relación de equilibrio entre prensa y poder, anunciando represalias y leyes antibulos. «Vamos a examinar detalladamente las leyes contra la difamación, de modo que cuando alguien diga algo falso o difamatorio sobre otra persona, esa persona tenga la posibilidad de recurrir con garantías a los tribunales, porque las leyes existentes son una farsa y una vergüenza». Estas palabras no son de Sánchez, sino de Donald Trump, tanto monta. Curiosa la coincidencia en la necesidad de parar los pies a las investigaciones de la prensa mientras ambos han sido grandes propagadores de bulos. Las libertades están en peligro. En una dictadura, el poder tiene la capacidad de obligar a los medios a obedecer una verdad oficial a la que hay que someterse, a dictar lo que es información y desinformación, a fijar las reglas del juego. En una democracia, esto no se puede hacer, independientemente de quién lleve razón; los puntos de vista chocan y las leyes garantizan los derechos y sancionan las mentiras, las calumnias y las injurias. La cuestión aquí es si vamos a conceder al Gobierno de Sánchez unos atributos ilegítimos, propios de regímenes autoritarios y ajenos al marco democrático, hasta el punto de que pueda decidir el principio de verdad y anular la función de contrapoder de la prensa.