Bernard-Henri Lévy-El Español

La izquierda antisemita está de vuelta. Aunque nunca se fue, claro está. El antisemitismo ha estado tanto en la izquierda como en la derecha, desde el anarquismo de Proudhon; desde el socialismo de Jules Guesde en la época del caso Dreyfus; desde el Partido Comunista de Maurice Thorez, que calificó a Léon Blum en 1940 de «reptil repulsivo»; o en ese grupo trotskista que lleva treinta años coqueteando con el islamofascismo, soñando con convertir a sus adeptos en el sustituto del difunto proletariado.

Pero ese antisemitismo estaba contenido y, en los tiempos de François MitterrandLionel Jospin y François Hollande, no afectaba en absoluto a la izquierda gobernante.

Sin embargo, hoy las cosas han cambiado.

Manifestación contra el antisemitismo en la Plaza de la Bastilla, en París. Reuters

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En primer lugar, tenemos un partido, la Francia Insumisa, que es de marcado carácter antisemita.

«Apesta un poco», que dicen los comentaristas… «Tienen derrapes»… «Es una táctica maquiavélica que busca captar al electorado de las barriadas»…

Yo no lo veo así.

Creo que pensar así es insultar a Maquiavelo y, sobre todo, a las barriadas.

He oído a una persona decir que la presidenta de la Asamblea Nacional, que había ido a mostrar su solidaridad con Israel, nación amiga y de luto, iba a «acampar en Tel Aviv»; a otro llamar «cerdo» a un colega parlamentario judío; a otro jactarse de no pertenecer a «la misma especie humana» que los judíos, cuyo punto de vista no compartía; a otro sospechar que el ministro de Asuntos Exteriores es una marioneta del CRIF (Consejo de Representación de las Instituciones Judías de Francia), y la lista no acaba ahí.

Todos comparten el lenguaje del antisemita de Drumont; literalmente, hablan en el idioma de Drumont; y como la política es también, a fin de cuentas, una cuestión de lenguaje, son antisemitas. La Francia Insumisa es un partido antisemita.

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La segunda singularidad del momento es que los insumisos, partido antisemita, repito, ocupan una posición predominante en el Nuevo Frente Popular.

La idea de François Ruffin, que se proclamó la noche de la disolución de la asamblea, era hermosa.

Pero hay una gran diferencia entre el Frente Popular de 1936 y su remake.

Aquel frente estaba dominado por los radicales y los socialistas, y eran los socialistas quienes tenían cuatro veces más diputados que los comunistas de Thorez. Y allí estaba, en una posición destacada, la gran figura de Léon Blum.

¿Quién es el Blum de hoy? ¿Quién se enfrentará a Mélenchon? ¿Quién mandará callar a la muchedumbre que, la noche de la disolución de la Asamblea, gritaba en la plaza de la República: «Israel, asesino, Glucksmann, cómplice»?

Me temo que nadie. Y como en política todo es también una cuestión de equilibrio de poderes, me temo que ni Raphaël Glucksmann, ni François Hollande, ni nadie estará en condiciones, cuando llegue el momento, de evitar que el diablo se desboque y contener a las cohortes de Mélenchon.

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Y, además, la situación tiene una singularidad más. En tiempos de Maurras había un debate serio sobre la diferencia entre antisemitismo «de piel» y el antisemitismo «de Estado».

Luego, entre los historiadores de Vichy, lo hubo entre los antisemitas «patriotas» que pretendían entregar a los nazis «sólo» a los judíos extranjeros y los que no hacían distinción alguna y deportaban a todo el mundo, sin mirar origen.

No obstante, hoy está surgiendo una nueva distinción en el seno de la izquierda. En una columna de Le Monde se distingue entre antisemitismo «contextual» (vinculado a la guerra de Gaza, excusable) y el antisemitismo «ontológico» (inscrito en la historia y que viene de largo, inexcusable).

Nos encontramos también, en la revista AOC, una disputa académica sobre el juramento hecho en 1945 de no volver a dejar pasar el antisemitismo. ¿Habrá que seguir a John Rawls y su filosofía de la promesa imperativa o a Stanley Cavell y su idea de una promesa condicionada, una promesa que puede incumplirse ante la necesidad de bloquear a la extrema derecha?

En definitiva, nos hallamos ante el eterno retorno del debate sobre el carácter más o menos tolerable del odio hacia los judíos según provenga de un lado u otro del espectro ideológico.

Es un debate cíclico.

Pero, en nuestra época, con lo sucedido en lugares como Courbevoie, es, sobre todo, obsceno.

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Por eso, en la primera vuelta de las elecciones que se celebra este domingo, no haré ningún llamamiento para pedir el voto por los candidatos del Nuevo Frente Popular.

Huelga decir, no obstante, que deseo la derrota de la Agrupación Nacional de Le Pen.

Y, por cierto, espero con impaciencia la querella de Jordan Bardella contra mí por haber afirmado en el programa C à vous que era evidente que su partido no había roto lazos con su ADN antisemita.

Pero todavía nos quedan algunos días para elegir a auténticos demócratas de izquierda, de centro y de derecha que, si salen elegidos, harán de verdadera barricada ante la Agrupación Nacional.

Los insumisos han cometido un crimen muy grave contra la República y contra el espíritu.

A lo largo de sus campañas europeas, y también en las de las generales, han estigmatizado a sus conciudadanos judíos.

Por primera vez desde el caso Dreyfus, han asumido la responsabilidad histórica de situar el significante judío en el centro de una encrucijada electoral.

Y eso es imperdonable.