Posesión en Washington

EL MUNDO 20/01/17
JORGE BUSTOS

TODOS intuimos que la toma de posesión de Trump resulta especialmente posesiva. Pese a que tomar posesión parece un sintagma redundante al estilo de comer comida, si alguien puede tomar y poseer sin empacharse es DT, que hoy realiza el prodigio de consumar la gran hipérbole: presidir Estados Unidos. Si las lágrimas de Chuck Norris curan el cáncer –lástima que no haya llorado nunca–, ¿por qué Donald no iba a ser capaz ahora de revertir la globalización sin dejar de tuitear?

A Trump sus votantes le han encomendado una tarea mitológica porque él mismo se ha presentado como un Hércules. Lo ha advertido Hughes: en Trump hay algo de avatar de Hulk Hogan, una agresividad más paródica que real. Su advenimiento inaugura una edad en que la respetable frontera entre farsa televisiva y política imperial se vuelve porosa, de modo que los críticos de televisión a partir de ahora están tan legitimados para enjuiciar a Trump como los analistas geopolíticos. Como el efecto de la porosidad es por definición bidireccional, el lenguaje de la telerrealidad modelará la realidad misma, pero también el ojo crítico terminará acostumbrándose a descontar los esteroides retóricos de las posturitas del presidente-forzudo. El trumpismo no es un fascismo, ni siquiera es de derechas: no es mucho más que la apoteosis del zasca. Por eso causan cierta lástima los nostálgicos de los buenos viejos tiempos, largamente confinados en las catacumbas de la incorrección política, a cuyo cándido corazón hoy llega el calor de la revancha viendo al astuto Donald ceñir la corona. La suya es la euforia del feo que cree haber ligado con la bella puta contratada por unos amigos piadosos.

Yo comprendo muy bien este júbilo de catacumba porque muchos detractores viscerales del dorado telécrata me resultan igualmente opresivos. Uno no perdonará a Trump tener que pasar por progre, igual que Foxá nunca perdonó a los comunistas haberse tenido que hacer falangista. Pero con los años aprendes a desechar la falacia de la confluencia, esa según la cual debemos acompasar nuestras opiniones a nuestras fobias, lo que nos lleva a descartar un juicio sensato cuando lo murmura el porquero y a aplaudirlo si lo pronuncia Agamenón. Coincidir con Hitler en la estimación de Wagner no nos convierte en nazis, del mismo modo que si el padre de Nadia se declara antitrumpiano nosotros, que recelamos tanto del demagogo electo, no toleraremos la deducción de que explotamos sexualmente a nuestros hijos discapacitados.

No es inteligente despreciar la identificación de 60 millones en EEUU y de otros varios en Europa con el hombre que hoy agarra el mundo con la mano –si es que este mundo se deja agarrar ya por ningún sitio–, como es estúpido despreciar las audiencias de los realities. No cometió ese error el finado Bauman, que explica el éxito de Gran Hermano por la humanísima lógica de la exclusión que lo sustenta: la audiencia siente que alguien tiene que abandonar la casa, igual que los trumpianos sienten que los mexicanos deben abandonar América. Que el darwinismo funciona ya lo sabíamos, pero la política se inventó precisamente para contradecir a la naturaleza, que nos invita a la depredación. Se inventó para incluir, aunque el consenso excite mucho menos que el antagonismo. Que Trump libera al animal interior lo corroboran las palabras más buscadas en Google el día después de las elecciones: en EEUU fueron «refugio nuclear»; aquí, «Melania Trump desnuda».