EL CORREO 10/04/14- ROGELIO ALONSO
· Sorprende que el Gobierno español no muestre interés en deslegitimar a quien se esfuerza en perpetuar a ETA
Hace unos días la policía norirlandesa desactivó una bomba lapa junto a una comisaría. Horas antes, una patrulla de la policía fue atacada con un artefacto explosivo. En noviembre un oficial norirlandés descubrió otra bomba lapa debajo de su coche cuando se disponía a llevar a su hija al colegio. Recientemente el responsable de la Federación de Policía de Irlanda del Norte se refería así a los grupos escindidos del IRA que aún continúan con la violencia: «La amenaza sobre los oficiales de policía y sus familias es intensa.
El ansia de sangre de esta gente y su odio no tiene límites». Esta realidad revela el erróneo análisis con el que Jonathan Powell intenta justificar su injerencia en la política antiterrorista de un Estado democrático como España. Powell insiste en presentarse como facilitador del desarme del IRA y conocedor de los pasos que deben darse para que ETA también entregue sus armas, según aduce, sin escisiones. Promete pues un final feliz mediante una comparación ventajosa que ha logrado persuadir a políticos y periodistas en nuestro país a pesar de la tramposa manipulación con la que defiende su intrusión de parte.
En primer lugar, la continuidad del terrorismo en Irlanda del Norte cuestiona una de las premisas del británico con la que ya justificó la legitimación de ETA que la declaración de Aiete supuso: no es el terrorismo de ETA la «última confrontación armada de Europa», como engañosamente subraya Powell. En segundo lugar, la pervivencia del terrorismo de los grupos escindidos del IRA evidencia que el proceso que Powell presenta como modélico no lo es en absoluto. Ello no le inhibe a la hora de vender sin base alguna sus fórmulas para el País Vasco como una garantía para evitar escisiones en ETA. Precisamente la metodología propugnada por Powell en Irlanda del Norte es la responsable de que el desarme del IRA fuera enormemente limitado e incapaz de generar la confianza entre las víctimas que perseguía una verdadera entrega de armas. En cambio, la escenificación de un falso desarme se convirtió en una oportunidad propagandística que el brazo político del IRA, el Sinn Fein, rentabilizó.
El propio Martin McGuinness llegó a reconocer la falta de transparencia que impidió que los gestos del IRA fueran convincentes. Sin embargo el Gobierno recompensó a la banda con una valiosa publicidad magnificando como históricos meros actos propagandísticos que Blair y Powell vendieron como éxitos propios. En esa línea el IRA recurrió a la complicidad de un religioso protestante y otro católico para concluir sus cuatro actos a través de los cuales dijo haber puesto armas fuera de uso. Con esa hábil escenificación el IRA logró distorsionar su imagen real: la de un grupo terrorista que se negó a desarmarse realmente y a esclarecer asesinatos cometidos con armas que jamás fueron sometidas a análisis forenses. Este es un escenario atractivo para ETA, pues la pomposamente denominada Comisión Internacional Independiente para el Decomiso dejó claro que deseaba ahorrarle al IRA una imagen de «derrota» o «culpa».
La farsa del desarme adquirió credibilidad en no pocos círculos internacionales gracias al aval de los gobiernos británico e irlandés. En esa espiral de concesiones que tanto legitimó a los representantes políticos del IRA fortaleciéndoles electoralmente, el grupo terrorista obtuvo además la promesa de que los activistas con causas pendientes en busca y captura podrían regresar a sus hogares con total impunidad. Peter Hain, ministro británico para Irlanda del Norte entonces, reflejó bien el injusto pragmatismo político que guió tan nefasta política al asegurar que esa medida era «dolorosa» para las víctimas pero «necesaria para cerrar la puerta de la violencia».
Esa es la lógica que Powell desea aplicar en España y para la que cuenta con el apoyo del Gobierno vasco, interesado en evitar una derrota de la ideología nacionalista sobre la que descansa el terrorismo etarra. Lo confirma la legitimación que el propio lehendakari brinda a los autodenominados ‘verificadores’ y ‘mediadores’, encantados de prestarse a la propaganda terrorista a cambio de una retribución económica. Más sorprendente debería resultar que el Gobierno español no muestre interés alguno en deslegitimar a personajes que se esfuerzan en perpetuar a ETA mientras sus representantes políticos siguen rentabilizando la decadencia de la banda. La inacción gubernamental queda en evidencia con iniciativas como la promovida por Covite al forzar la comparecencia de los ‘verificadores’ en la Audiencia Nacional o con declaraciones de dirigentes nacionalistas congratulándose de que el Gobierno español deje hacer su trabajo a los mediadores de parte.
Esa actitud de un Gobierno que insiste en reivindicar la derrota de ETA sugiere una dejación similar a la confesada por Jonathan Powell en sus memorias: «Pertenecíamos a una generación más joven y la guerra contra el terrorismo irlandés no era nuestra guerra». Ese distanciamiento respecto del conflicto norirlandés evidencia un falso pragmatismo de pésimas consecuencias para una democracia que combate al terrorismo.
Paul Wilkinson, académico ya fallecido que asesoró a Margaret Thatcher, oponía la comprometida militancia del terrorista a la pasividad que en ocasiones muestran algunas sociedades víctimas del terrorismo y sus líderes. Las declaraciones de Powell interpretan el terrorismo como una mera molestia que hay que evitar en lugar de como un desafío político en el que se dirime mucho más que el final de una campaña de atentados. Esa filosofía prioriza políticas cortoplacistas y efectistas renunciando a estrategias multifacéticas como las requeridas para contrarrestar con eficacia los presupuestos que legitiman el terrorismo. Ese modelo no ha logrado que la violencia en Irlanda del Norte desaparezca, pero sí algo que ya se vislumbra en Euskadi: una considerable impunidad política, moral e histórica de quienes justifican el terrorismo.
EL CORREO 10/04/14- ROGELIO ALONSO