NICOLÁS REDONDO TERREROS-ABC

  • Alguien debe defender que Cataluña es una parte de España, sin necesidad de eufemismos bizantinos para justificar el resultado de siglos de historia.

Una de las características de las crisis políticas es que todo sucede vertiginosamente. Hace unas semanas, para preparar convenientemente las elecciones catalanas, el presidente del Gobierno, ante una sociedad expectante por la morbosidad sentimental que rodeó el cómico vodevil, se retiró cinco días al ‘desierto de la Moncloa’ para pensar en su futuro. La chusca decisión provocó reacciones de exaltación parecidas a la de esas apariciones de la Virgen, histéricas, que convocan a crédulos dispuestos a dejarse engañar y sirven para negocios de pícaros y espabilados.

Para abonar la campaña electoral europea no encontró mejor adversario que el presidente de Argentina, otro personaje narcisista y charlatán. Decía Marx que «la historia siempre se repite dos veces: la primera como una gran tragedia y la segunda como una miserable farsa», y George Santayana que «aquellos que no conocen la historia están condenados a repetirla». Vienen al caso las citas porque este último episodio me recuerda cómo Juan Domingo Perón ganó sus primeras elecciones presidenciales, definiendo como adversario de la campaña al embajador estadounidense, Spruille Braden, y ganando las elecciones de 1946 con el eslogan «Braden o Perón»… Probablemente sin saberlo, Sánchez está haciendo lo mismo. Pero tenemos la obligación de no caer en los espejismos políticos, prefabricados para que no prestemos atención a lo importante. Interesa ahora una interpretación pausada y más profunda de las consecuencias de las elecciones catalanas, porque muchos, sobre todo en Cataluña, las ven como un éxito rotundo de la estrategia de las claudicaciones y concesiones del Gobierno español ante los independentista. Al fin y al cabo, es gratificante poder decir que «el perdón es sanador».

El indudable buen resultado del PSC no me lleva a pensar que la estrategia del perdón, de la otra mejilla, sea la causa del final del proceso independentista. Sigo creyendo que el proceso independentista terminó, sin que haya finalizado su amenaza, por factores bien distintos. El nulo éxito en el exterior de la kermés independentista fue determinante, y ningún país serio consideró trascendente lo que había sucedido aquellos días en Cataluña. Por desgracia, sirvió más para confirmar que España volvía a las andadas de tiempos que creíamos olvidados para siempre. Las escasas Fuerzas de Seguridad, enviadas de forma vergonzosa, fueron suficientes para acordonar aquellos desórdenes, que terminaron siendo más una autoagresión que una acción que les acercara a su quimérica meta. El discurso del Jefe de Estado –que pasará a la historia como una pieza de alta política en medio de la cobardía de unos, las locuras de otros y la mediocridad de tantos– fue definitivo para empequeñecer «el reaccionario pronunciamiento decimonónico». Y, por fin, la recta y cabal aplicación de la ley por parte de los diversos tribunales dejó el pronunciamiento independentista rebajado a lo que era: nada, envuelto en furia y barricadas.

Creo, por el contrario, que todo lo que ha sucedido después de la intentona fracasada de los nacionalistas catalanes ha servido para resucitar a un independentismo sin fuerza y sin proyecto. Hoy Puigdemont es quien es porque el Gobierno lo ha convertido en un Lázaro sin grandeza. Por el contrario, todas estas concesiones han debilitado la fortaleza de las instituciones democráticas españolas. Hoy estamos más divididos, los grandes pactos son imposibles, la política guerracivilista –por suerte sin tiros– prevalece, el principio de igualdad ha saltado por los aires y los derechos de los españoles se han convertido en los privilegios de unos pocos. Nadie en su sano juicio puede decir que estemos mejor que hace unos años. Situación que era previsible y que Montesquieu señalaba cuando describía con siglos de antelación lo que ha sucedido estos últimos años en España: «No he visto nada tan magnánimo como la resolución tomada por un monarca de nuestros días de sepultarse bajo las ruinas del trono antes que aceptar proposiciones que un rey no debe ni siquiera oír; era su alma demasiado orgullosa para descender más abajo aún del lugar en que le habían colocado sus desgracias; estaba convencido de que el valor puede afianzar la corona , pero la infamia , jamás». Es evidente que este no es el retrato de Pedro Sánchez.

También es importante lo que harán los diferentes partidos en Cataluña. Ya han aparecido los que proponen al centro-derecha que se ponga a disposición del PSC, creyendo así que desairarán definitivamente a los independentistas. Me he pasado media vida, toda la que conoce quien me ha seguido, proponiendo pactos entre los dos grandes partidos nacionales. Pero los pactos que he propuesto y sigo defendiendo no son una expresión de buenismo, sino una necesidad política clara y urgente. Desde esa premisa, los pactos entre los socialistas catalanes y el PP serían convenientes si impusieran otra política en Cataluña, si hicieran posible que no volviera a darse el caso del ‘niño de Canet’, si hiciera innecesaria la ley de amnistía, si se impusiera una política económica en Cataluña realista y solidaria con el resto de España. Porque alguien tiene que defender lo evidente en una sociedad desorientada por una política enloquecida. Alguien tiene que defender la legitimidad de los tribunales de justicia, la aplicación de las leyes, porque, como decía Spinoza, «en la ley misma no se encuentra otro premio a la obediencia que la continuación de la prosperidad del Estado y otros privilegios de esa especie, y así el castigo de su obstinación, de su desobediencia al pacto fundamental (las leyes), es la ruina del Estado y sus mayores desgracias». En fin, alguien debe defender que Cataluña es una parte de España, sin necesidad de eufemismos bizantinos para justificar el resultado de siglos de historia.

Alguien tiene que decir en Cataluña que los derechos, cuando son de unos pocos, se convierten en privilegios, que cuando la libertad no es para todos no podemos hablar de libertad, que el nacionalismo atrofia la cultura y empobrece a las sociedades, y que en el siglo XXI no debe haber sitio para quienes hacen de su origen, de su apellido o de su lengua un instrumento para la adquisición de ventajas individuales y colectivas. A mí me gustaría que esto lo dijera la izquierda, pero si esta se ha atrincherado en la defensa de los privilegios de una parte, si considera que las leyes se aplican según a quienes, si ve en el trapicheo político una oportunidad y en el mantenimiento en el gobierno un fin, que lo digan otros, se apelliden como se apelliden. Porque lo importante son las ideas, no las personas o las siglas. Creo que me entienden.