Presentación del libro ‘Mal consentido. La complicidad del espectador indiferente’

Transcripción de las intervenciones durante la presentación del libro de Aurelio Arteta, catedrático de Filosofía Moral y Política en la Universidad del País Vasco y escritor, el 27 de octubre de 2010, en un acto organizado por la Fundación para la Libertad. Con la participación de José Mª Ruiz Soroa y Eduardo Uriarte.



Teo Uriarte

Gracias por acudir a este acto de presentación de un buen amigo de los que estamos aquí: Aurelio Arteta. Seguimos sus artículos. Es un hombre muy comprometido en la defensa de los derechos humanos y la libertad y solidario con el sufrimiento de las víctimas del terrorismo. Él quiso que esta Fundación presentara el libro, y es un honor hacerlo. No lo he leído, pero él insistió en que viniera… Yo ya me he retirado de estas labores y él es el culpable de que abandone mi retiro de horticultor.

Nuestra trayectoria ha puesto en riesgo a la Fundación de tener problemas con la Administración, pero nuestro equilibrio ha hecho que podamos seguir trabajando el año próximo. Es un milagro que personas de tan diferente origen convivan en este colectivo. Somos un crisol de encuentro y convivencia. Para plantear publicaciones, hacer actividades de carácter semi-político, como es representar los intereses de la ciudadanía española, como es el caso de las Naciones Unidas…

Es un momento de cierta incertidumbre; se está hablando de la posibilidad de la desaparición de ETA y vivimos sentimientos contradictorios. ¿Se cerrará bien? ¿Será el principio de otra equivocación? Hay cierta tensión, pero quizá los ciudadanos podríamos vivir más tranquilos si la cultura política hubiera tenido más presencia en nuestra sociedad. Una de las razones de ser de esta Fundación es crear cultura política, valores éticos en favor del ciudadano. Y esta tarde tenemos motivo para escuchar una buena expresión de ese objetivo. Sí se ha leído el libro José María Ruiz Soroa. Le cedo la palabra.


José María Ruiz Soroa

Gracias y buenas tardes. Me leí el libro en cuanto lo recibí, así que cuando me pidió la presentación pude decir que encantado. Me parece un libro muy interesante. No hace falta que presente a Aurelio, todo el mundo le conoce por su obra y por los aguijones constantes que escribe en la prensa. Comentaré reflexiones que me ha sugerido el libro y que pueden dar paso a su exposición. Es un libro sólido, que combina una primera mitad más descriptiva o empírica, de ir anotando las actitudes y conductas de lo que llama el ‘mal consentido’, y una segunda en la que construye de forma más dogmática o trabada los fundamentos de la responsabilidad en que incurre ese espectador indiferente que tanto abunda en nuestra sociedad con respecto al mal que se produce en ella.

La primera observación hace referencia a la figura del espectador que consiente, que contempla y no interviene. Este libro es una radiografía moral de la sociedad vasca de los últimos 30 años. Aunque frecuentemente utilice ejemplos o parámetros de lo que ocurría en Alemania hace mucho, todo se aplica a estos 30 años de convivencia con el fenómeno terrorista y con el mal causado por este. Es una radiografía moral y política en este sentido, y no sale bien parada la sociedad. La conclusión es que la sociedad vasca rebosa de espectadores descomprometidos, que asisten sin intervenir o tomando una parte lejana, de compasión, con el mal entre nosotros. Es lo que analiza Aurelio Arteta. Hay un mal que causa el victimario a la víctima, el que sufre la víctima; y además, indirecto y más común, el mal que practica el que consiente y contempla indiferente o lejano, sin tomar partido. La sociedad vasca estos 30 años ha rebosado, insisto, de espectadores.

En esta calificación de sociedad de espectadores, hay algo muy importante en el libro de Aurelio Arteta. Considerar que esa categoría no es descriptiva, sino normativa: no se es espectador sin más porque a uno le tocó ser vasco en una época en la que ocurrieron unos males, y como sólo era un ciudadano se convirtió en espectador. No. La categoría es normativa. Espectador es aquel que tiene una opción, una elección, no es fatalidad. Es decisión aunque sea banal, trivial. Podía haber intervenido aunque sólo fuera con su palabra, con su queja, con su presencia, de alguna forma. Pero no lo ha hecho. Hay una exigencia moral, ética a todo ciudadano que va más allá de no causar el mal, sino también de no consentir el mal que se causa a los demás.

Además, al usar esta conceptualización, nos da la posibilidad de entender las muy diversas clases de espectadores y responsabilidades en que se traduce la figura del espectador en los últimos 30 años. No todos tenían la misma facilidad o posibilidad de intervenir para hacerse presentes, del lado de las víctimas por lo menos. El nivel no ya de culpa pero sí de responsabilidad que acompaña a cada categoría es distinto. Se me ocurre mencionar algunas fácilmente identificables. Los que tenían poder institucional para intervenir y no lo usaron, o lo usaron muy poco o lo usaron muy mal, ha habido bastantes. Los que tenían, no poder institucional, pero sí político de influencia sobre los victimarios y tampoco lo usaron, compartían su proyecto o tenían ideas parecidas o los victimarios usaban su ideología. Los que tenían un poder ideológico, una superioridad ideológica moral –pienso en la izquierda sobre todo revolucionaria–, y no intervino por intereses propios. Los que tenían un halo especial de legitimidad para intervenir y no lo hicieron; estoy pensando en el estamento eclesiástico. Confluye la circunstancia de que ETA nunca ha atentado contra una persona o interés eclesiástico, y no es casual: sabía que podía tocar un nervio sensible de la sociedad vasca. Y eso significa que ese conjunto de personas tenían un poder especial en la sociedad para hacer algo y denunciar esa violencia, y no lo han hecho, en general. Y están ahí como espectadores también más o menos pasivos los que tenían el poder de la inteligencia, en la universidad, los intelectuales. La clase pensadora, los más conscientes de lo que ocurre, en teoría. En general, tampoco han intervenido ante el horror. Todos de alguna forma hemos sido espectadores, es verdad. Haber podido hacer algo y no haberlo hecho es la diferencia en el juicio moral de responsabilidad entre categorías. Unos han podido intervenir y otros sólo asistir.

La figura del espectador impasible interpela a todos los que han jugado un papel importante de la historia vasca de los últimos 35 años. Y distribuye responsabilidades muy bien si alguien quiere molestarse en hacer ese análisis. Porque, y ésta es la segunda reflexión que me suscita el libro, es un libro incómodo, en cierto sentido indignante. Porque si lo leyera alguno de esa mayoría social de espectadores, cosa que no sucederá probablemente, se indignaría. Y es que el libro dice, usando una frase de Hanna Arendt, que no hay cosa que suscite más indignación en nuestras sociedades modernas que el que alguien se atreva a juzgarnos. Eso no se admite. La modernidad empezó allá con Kant, que puso como lema lo que él entendía por Ilustración, el ‘atrévete a saber’. A pensar y a salir de tu minoría de edad culpable. Es lo que dijo al ciudadano. Eso, que tan bellamente expresó, parece que se ha convertido en atrévete a opinar. Todo el mundo opina. Pero las opiniones son intercambiables, no pesan, no comprometen. No se soporta que venga alguien y juzgue. Quién se ha pensado que es, de dónde juzga, qué superioridad moral o filosófica tiene. Cómo se atreve a juzgar e incluso a condenar. Quién le ha hecho árbitro o juez de esta sociedad para hacer juicios. El que juzga indigna. Y este libro es sanamente indignante, pero indignante.

El juicio es algo que, a diferencia de la opinión, que es pura ocurrencia, tan fácil, requiere análisis, reflexión para el que lo hace, y detrás de este libro hay eso. También interpela al que lo recibe. Uno no puede sacudirse un juicio negativo que dice que ustedes han sido unos espectadores complacientes, permisivos, encogiéndose de hombros y diciendo: esa será su opinión, yo tengo otra, todas son válidas, son puntos de vista. El bobo relativismo en que vivimos en esta sociedad. Hay que contestarlo con argumentos y razones. Y este juicio está fundado sobre la mayor miseria moral que ha habido en esta sociedad y que probablemente supera a la de los propios autores de los crímenes. Es la miseria de tanta institución o personaje que ha asistido imperturbable, o compasivo pero sin moverse, o conmovido pero sin llegar a moverse. Es fácil conmoverse. La empatía humana, la misericordia, el dolor por la muerte o el dolor ajeno se pueden compartir. Pero si eso no se traduce en un movimiento efectivo que signifique algo para que esa víctima por lo menos se sienta acompañada o para que el victimario no siga creyéndose amparado por una cierta complicidad moral generalizada, no sirve de nada y es pura complicidad.

Aunque sea como inciso, diré que este papel del espectador es algo que se está convirtiendo en uno de los peores problemas de las democracias modernas. El ciudadano se está convirtiendo en audiencia, el pueblo en público, asistimos a la política como a una representación de guiñol entre partidos que exhiben sentimientos, insultos, propuestas más o menos lejanas y que encima se nos cuenta así. Hace poco decía Barak Obama, que tiene bastante buena cabeza, que uno de los problemas de los medios de comunicación en EE UU es que cuentan la política como si fuera un partido, una competición deportiva. Sólo importa quién gana o quién llega o quién se lesiona. No nos cuentan nada de la sustancia, sino del proceso político. Nada de políticas. Quién tiene razón, que conviene, cuáles argumentos. Eso ha pasado a la historia. Nos estamos convirtiendo en espectadores de nuestra propia vida, porque la política es parte de nuestra vida. Este es un mal generalizado, sin duda.

Y por último, el libro me suscita otra reflexión: que es incómodo especialmente en este momento. Hoy parece que todo se va a acabar, ya no hay mal que consentir. ETA no mata, apenas causa daño. Ya nadie consiente el mal, estamos de acuerdo en que estamos en contra de ese daño gratuito que se ha causado. Somos repudiadores activos. ¿A qué viene entonces este libro? Es muy fácil decir que ya pasó; no venga ahora a darnos la lata cuando ya la sociedad vasca respira y va a salir del túnel. Es incómodo pero especialmente adecuado en este momento porque los vascos corremos el riesgo de otorgarnos como sociedad la absolución universal por todo lo que ha pasado, todos a todos. Todos hemos sido víctimas, unos más, otros menos, todos tenemos nuestro sufrimiento, nuestro dolor y equivocaciones, excesos, pero por fin se ha acabado. “Nos hemos ganado la paz a pulso”, parece el mensaje de algunos. Hemos sido acreedores de ella. Y no es así en absoluto; es oportuno que se nos recuerde que en los últimos 30 años no ha sido ésa la realidad política y moral de la sociedad vasca. Ha sido muy distinta: la que relata el libro.

Esto es importante por dos razones. Primero, porque que desaparezca el mal de entre nosotros no significa que no haya existido. Ya no lo toleramos, pero eso no significa que no lo hayamos tolerado. Diciendo que no toleraremos un solo atentado más, estamos diciendo que sí lo hemos aguantado, antes sí. Olvidar implica una exigencia moral de memoria, de memoria moral. Si no, seguimos siendo cómplices del mal. “El olvido interesado crea una cadena atemporal de complicidades”, escribe Aurelio. Y también hay una forma de mal que consiste en olvidar lo que no debe ser olvidado. Por eso es tan delicado este momento. No podemos dejarnos llevar por la euforia para olvidar y pasar página, sería volvernos cómplices de ese mal que en su momento vimos y no tomamos partido. Con tanta apelación a la memoria histórica que hay en las sociedades europeas para condenar el pasado de cada uno, es la comodidad con que la sociedad moderna se genera una buena conciencia. Ahora todos somos antifranquistas y estamos contra Hitler, nos asombramos de cómo pudo suceder. Nunca hubiéramos participado. Esa memoria histórica sólo nos reconforta en la buena conciencia. Está usted en contra de la injusticia… qué bien. Esa es una conciencia falsa. La verdadera conciencia es saber que eso ha ocurrido y que ha ocurrido por unas razones y con la participación de mucha gente. En ese pasado no éramos antifranquistas, éramos franquistas o lo eran nuestros padres. Sólo esa memoria del mal es válida, lo otro es darse palmaditas en la espalda y generar una falsa superioridad moral de los ciudadanos actuales sobre los pasados que tuvieron problemas.

En segundo lugar, recordar es necesario aquí hoy, en la sociedad vasca, porque si no, se volverá a consentir el mal. Se reconsentirá. Puede parecer un galimatías, si el mal ya ha pasado. Pues sí, podemos consentir con el mal pasado si permitimos que se le dé un sentido digno, positivo. Si a ese terrorismo se le da finalmente un sentido digno, explicativo, será un terrorismo consentido. Y volverá a haber consentimiento. Y esta es la gran batalla a la que estamos asistiendo y vamos a asistir: a cómo se escribe el relato de lo que ha pasado. Porque hay una fuerte tendencia, que se ampara en el instinto de supervivencia de la sociedad y en el instinto de perdonarse a sí mismas, de escribir el pasado como algo en lo que hubo algo mal pero todo tenía sentido en un conflicto político eterno, inmemorial, permanente: el pueblo vasco por ser y no poder ser en una democracia defectuosa en la que vivíamos. Son los dos argumentos fuertes de legitimación y se nos va a seguir vendiendo. Se intentará dar sentido a lo ocurrido apelando a esto. Y si eso triunfa, el mal será consentido de nuevo.


Aurelio Arteta

Gracias a todos. Gracias pero ya no sé qué puedo decir, después de esta exposición. Hay una primera observación que sí quiero hacer por la insistencia del propio Josemari. Esto trata del País Vasco, evidentemente, pero no sólo ni fundamentalmente. Ha sido la propia experiencia de esta sociedad la que ha sostenido el libro, sin duda. Hay constantes referencias a nuestra situación. Pero es una situación que no se vive sólo aquí, sino que es permanente en toda coyuntura política humana en cualquier sociedad y momento. Nos ha tocado así y tenemos que responder. Lo digo también porque se me puede decir que parece que hablo de la sociedad vasca pero que los ejemplos principales tienen que ver con las situaciones de la Alemania nazi y el Holocausto judío. Siendo incomparables cuantitativamente desde el punto de vista del horror, de la matanza, cualitativamente hay puntos de comparación muy estrechos y conviene subrayarlos. ¿El País Vasco es de peor catadura que otras sociedades contemporáneas? Yo no diría tanto, no. Pero a nosotros nos ha tocado y tenemos que responder.

No sé qué es hacer una presentación, y no quiero aburrirles contando todo el libro. Empezaría por explicar qué quiero decir con ‘mal consentido’. Qué tipo de mal se consiente. No es el natural. Las catástrofes atmosféricas…, ahí o lo tomas o lo dejas. Es el social, el que nos hacemos unos a otros. Pero no el privado: los daños constantes, a veces inconscientes, a nuestros amigos, conocidos, adversarios… abundan. Pero me refiero al público. Y la diferencia es que el privado no se hace en nombre de no sé qué tipo de causa y nos compromete a todos supuestamente, sino en beneficio del ‘mala bestia’, del ladrón, del sinvergüenza. Mientras que el público se comete –no quiero indagar en si con o sin razón– aludiendo a un bien general, a un beneficio para la sociedad, el pueblo, el Estado. En nuestro nombre. Es importante incluso terminológicamente. Cuando se utiliza la palabra terrorismo para hacer referencia al doméstico o conyugal, por ejemplo, hacemos un flaco favor a la categoría de terrorismo, que no es un mal privado, sino público. El mal consentido en este caso es el que se añade o la suma de tres tipos, no sé si son tres o uno: el que se comete, el que se padece y el que se consiente. El agresor o perpetrador y la víctima han estado siempre en nuestro punto de mira pero tengo la impresión de que hemos descuidado la otra dimensión, el espectador. Creo que porque todos deseamos no ser nunca un agresor, un bestia, un verdugo. Tenemos la esperanza de no ser nunca víctimas… pero lo que creo que no comprendemos bien es que todos vamos a ser espectadores. De un mal que no habremos cometido y es de esperar que no suframos, pero se ha realizado ante nosotros y nos ha puesto en la opción de intervenir o no. Esa es la de la mayoría, los malos son pocos y las víctimas, aunque a veces hayan sido millones, han sido las menos también en comparación con toda la población. 800 muertos y asesinados por ETA, aún multiplicando por sus familias, son minoría y los espectadores infinitamente más.

Este libro pretende –y yo he aprendido mucho con él– indicar que además de la acción y la pasión está la omisión. Hay quien podía haber mitigado el daño, si no impedirlo. Estas figuras tienen relaciones que no hemos pensado tanto. El agresor tiene que contar con la previsión de la conducta del espectador, además de las víctimas, para saber a qué atenerse. Tiene que calcular la resistencia o la sumisión de los espectadores. El papel de éstos es, entonces, primordial. Si anticipan que no van a luchar, su papel puede ser estimulante y hasta determinante de la acción. Es a veces la figura determinante, según los autores que he analizado. Lo es. Si alguien me agrediera a mí aquí, tendría que contar con el público que está viendo, juzgando, decidiendo de qué parte está. La ausencia o presencia de espectadores es primordial. El silencio de los espectadores suele jugar a favor de la justificación misma de los actos de barbarie. Y puede animar a repetirlas.

Para la víctima, el espectador tiene un papel primordial. No forma parte del grupo de victimarios y no tienen un papel de intención de mal y hasta el espectador ha podido salir de su mismo entorno. Cómo es posible que éste que no es el malo, también consienta. Según parece el espectador puede infligir más daño y más dolor a la víctima que el propio agresor. Para la víctima, es obvio que el espectador es cómplice, pero es que objetivamente lo es.

Cuesta detectar su complicidad porque no es activa, no trama en colaboración. Es pasiva, por omisión, indirecta, no es fuerte sino débil. Yo diría que por lo general, y en esta sociedad lo es, le faltan recursos morales para saber qué tiene que hacer y qué se exige política y moralmente en ese instante. Es obsesiva para mí una idea: se suele decir que la sociedad vasca tiene miedo. Eso no es decir mucho. Puede ser una reacción razonable, de supervivencia. Pero ante el temor se puede responder con valentía o con cobardía. Y lo ha hecho con cobardía. El problema no es el miedo, sino la cobardía. Y daría un pasito más: cobardes, porque la gente no tiene argumentos para saber qué es lo malo. Ven muy claramente lo que es el crimen y cada vez más se ha atrevido a condenarlo. Pero más allá de eso no sabe hasta qué punto ha habido injusticia o sacrificio. No sabe qué es eso del derecho a decidir. No ha habido categorías morales y políticas para poder juzgar y se ha entregado a la pura y simple complicidad. Esta se da por negligencia, debe ser tenido por cómplice del agente quien actúa de modo que los demás puedan inferir con fundamento que apoya al perpetrador. Y una de las formas de hacerlo es porque no se ilustra para nada, no indaga, no reflexiona acerca del daño causado ni analiza las justificaciones que dice tener el asesino. Es complicidad por conformismo, ese cambio de opiniones o conductas que parecen venir producidas por una presión real o imaginaria de personas o grupos. Y eso se ha dado en esta sociedad, y en la europea. Hoy es el problema más grave de los espíritus contemporáneos. Esta sociedad está dispuesta a transigir lo que haga falta.

Habría una forma muy clara de explicar esto. Algún sociólogo habla del espectador del espectador. Juzga hasta qué punto el otro hace bien o no. Y el primero se conforma o no, pero tiende a conformarse, con el juicio que supone que le hace el otro. En realidad, toda la sociedad es como de círculos de observadores juzgando y creyendo ser juzgados por el círculo más próximo.

Hay una complicidad por indiferencia, esa es la palabra que escogí. Hay otros autores que insisten en que vivimos en una sociedad vinculada a través de un contrato de mutua indiferencia. Yo no me meto en lo tuyo ni tú en lo mío. Moralmente es liberal y nos unen sólo los deberes negativos –no hacer daño–, pero no positivos –tratar de impedirlo–. O incluso nada de tratar de hacer el bien. Esto produce Auschwitch, es el resultado de la indiferencia, dice un autor. No busquemos sólo las intenciones malignas de Hitler y compañía. Hermann Broch dice: “Nada es tan brutal como la indiferencia a lo que ocurre en el terreno de lo humano. Un solo hombre que le da igual que peguen o no a un judío es más nocivo que los diez que con sus propias manos golpean al judío o al negro o al pelirrojo o al de los ojos verdes. Comparada con la neutralidad, la bestialidad es casi un atributo al que se puede calificar de humano. La indiferencia es el enemigo de todos los pueblos”.

La actitud de los ciudadanos occidentales que se mueven únicamente por cuestión de cálculo, de beneficio, la frialdad afectiva que sólo repara en los deberes negativos y que los positivos les parecen supererogatorios, es decir, heroicos; si esto es así, si esta es la complicidad, como decía Arendt, el problema a veces no son los enemigos sino los amigos. No el que va a causar mal, sino el que no responde. A mí me llamó la atención cómo hay una abundancia de testimonios de los más conocidos filósofos alemanes de aquel momento, que en un lugar de sus memorias hablan–dejo a Heidegger porque lo suyo fue colaboración expresa y creencia en el nazismo– de que no dieron importancia al nacionalsocialismo, les parecía ridículo. Hitler les parecía ridículo. No votaban en las elecciones. Y usan la expresión perfecta: Lewis dice que carecían de convicciones e ideas claras y que los colegas suyos “estaban desconcertados porque no contaban con nada positivo que ofrecer en su oposición al nacionalsocialismo”. Muchísimos de nuestros conciudadanos y nosotros mismos no teníamos qué decir o no nos hemos esforzado por buscar qué estaba mal además del asesinato, de dónde procedía eso, cuál era la Causa por la que se mataba y qué se nos pedía. No teníamos nada positivo que ofrecer al nacionalismo rampante, lo mismo me da el radical que el llamado democrático, el pacífico. Los espectadores contamos con un poder que no solemos ejercer, podríamos paralizar muchas de esas acciones terribles.

A ustedes les interesará saber del libro que hay elementos que permiten explicarnos en tanto que espectadores a nosotros mismos y el comportamiento de nuestra sociedad. ¿Esto forma parte de la condición humana o es aprendido? No lo sé muy bien. Uno diría que la condición humana tiene en principio rasgos que chocan con el espectador: la empatía, la compasión. El espectador niega eso. Pero hay múltiples mecanismos que propician esa conducta descomprometida. Por ejemplo, la vida cotidiana nos tranquiliza, es un velo que impide ver lo malo, el abuso alrededor. Mientras los bares y la tele funcionen y la carnicería me surta, mientras yo pueda pasear, no puede ser cierto que se haya cometido tal barbaridad. Eso ocurrió en tiempos nazis y por ejemplo Sebastian Haffner lo cuenta en su primer libro de relatos. Dice eso: vivíamos engañados en el sentido de que la cotidianidad seguía funcionando. Mientras uno pueda descansar en sus rutinas no pasa nada. Pues no es verdad. Podemos convivir con el horror y la amenaza y la tortura.

Quién no tiene temor al aislamiento. Quién quiere dejar de ser de los nuestros, o sea, de los suyos. Está estudiado y viene al pelo en este caso. La actitud que pueda ser juzgada como afán de distinción o reproche nos cuesta infinitamente. No queremos ser marginados. Es el mayor temor. El mecanismo de lo políticamente correcto viene a ser en último término esto. Entramos en un grupo y se difumina la responsabilidad desde el punto de vista psicológicamente. Lo hacen todos, no yo, nos toca una parte pequeña de responsabilidad del horror que hemos podido cometer.

Hay también características de los daños que nos engañan. Lo que vamos admitiendo en pequeñas dosis lo vamos aceptando, y aunque cuantitativamente al final sea enorme lo aceptamos. La misma desmesura del daño que otros cometen tiende a disculparlo. No es posible que alguien sea capaz de semejante barbaridad salvo que entendamos que está respondiendo como una venganza a algún mal que él también ha sufrido en otros momentos por parte de aquellos a los que ahora aniquila. Son mecanismos que están ahí y que deberíamos analizar para saber nuestra tendencia a consentir lo que haga falta. Pero también tenemos que saber que tenemos unas excusas muy a nuestro servicio.

Enuncio: el mal no es un producto nuestro, es inevitable, siempre habrá mal, si el mal es universal, en todas partes hay dolor e injusticias, por qué me tendría que preocupar por éste si además en otras partes del mundo son mayores…, la inocencia del espectador…, yo no sé nada…, la sumisión al grupo…, todos lo hacen… No digamos nada de los de apariencia moral: yo soy una persona muy tolerante…, no quiero juzgar…, me arropo en la equidistancia, en la exigencia del perdón o el valor inmenso de la vida que no puedo poner en peligro; bastante hago con proteger mi vida…, mi derecho está por encima de cualquier otro. Eso en esta sociedad lo ha interpretado perfectamente el señor de la bomba o de la pistola. Únicamente se habla del derecho a la vida.

Por tanto, como titulo un capítulo, somos responsables de no responder. Tiene que responder desde el punto de vista moral y político de su propia omisión, de no pronunciarse, no da el paso que debiera. Es una responsabilidad pasiva, claro. Y habría diferentes grados según el grado de cercanía al sufriente, o la situación, o de poder en sus manos. Es una responsabilidad normativa y no solo causal. Pero eso no implica que haya culpa, y hoy ciertamente estamos perdiendo la conciencia de la culpa. Algunos pensadores se preguntan hasta qué punto estamos perdiendo, con ella, la de la propia responsabilidad. Si sabemos que tenemos más o menos aseguradas unas cuantas cosas de nuestra existencia, seguros de coche, casa y vida, qué pasa cuando tenemos un accidente con el coche, por ejemplo.

Hablamos de una responsabilidad retrospectiva y otra prospectiva. La retrospectiva está medianamente clara, cada uno tiene claro lo que ha hecho o dejado de hacer. Me parece que no somos tan conscientes de la responsabilidad de lo que va a pasar, no nos exigimos la suficiente conciencia, prudencia, en el presente como si el futuro no dependiera de nuestras decisiones o no decisiones. Las otras dos responsabilidades que más me importan son la política y la moral y me he basado en el texto célebre de Jaspers. “Somos políticamente responsables de todo aquello que hemos cometido en nuestro propio gobierno”; si hemos dejado ser gobernados así somos corresponsables. Y lo somos de que lo que nuestro gobierno nacionalista vasco ha o no hecho, y también de lo que han hecho los que le disputaban el gobierno. Los que han pretendido crear otra forma política: ETA.

En cuanto a la moral, en nuestro fuero interno somos responsables de nuestras convicciones en la medida que provocan o consienten acciones. Les invito a leer a Jaspers, ‘La culpa alemana’, un seminario del año 1945. Uno se queda pasmado de su sinceridad y análisis. Qué tipo de expresiones emplea denunciándolas. Esas actitudes morales que a su vez han propiciado un estado político. “El disimulo, el vivir con la máscara, la adaptación, el conformismo y por supuesto la pasividad, la culpa es de la pasividad”. Inevitablemente me lleva esto a otras dos cuestiones: esta sociedad vive en el disimulo y bajo la máscara en muchos aspectos. Cuando hablo de males ordinarios y extraordinarios, digo que no me baso en los extraordinarios exclusivamente. Auschwitch, por ejemplo. Transigimos y convivimos con otros cada día. La política lingüística está creando dolores, sufrimiento e injusticia en cuanto al acceso al empleo público. Y encima crea un inmenso disimulo según el cual yo tendría que haber empezado hoy con un ‘arratsaldeon’ y terminar igual, y en medio nada en vascuence.


COLOQUIO

Público:
–Sólo un comentario al hilo de estos horrores del siglo XX que se han hecho ante un público de buenas personas. Has hablado de las disculpas, si se usan es que hay culpa. Me parece que el espectador no sale indemne, no puede ampararse en que no sabía, es falso que no vemos el horror. La culpa se debe al pacto simbólico que nos da el derecho a vivir a todos. ETA nos deja en deuda al matar porque falla ese pacto. Y esa culpa es la terrorífica porque retorna de otra manera, como esa agresividad sobre las asociaciones de víctimas. Me ha gustado mucho la asociación de consentido y con sentido. La diferencia entre ETA y la Mafia es que ETA elabora un remedo de discurso y le da apariencia de sentido. El entramado va desde el asesino a la lengua, al reparto del poder, el acondicionamiento del voto, un sistema bastante mafioso.

Arteta
–Lo corroboro. Para mí una de las mayores sorpresas es releer a Hanna Arendt… y dice que el honrado padre de familia ha sido el mayor criminal de este siglo. Me dejó pasmado. Lo dice en el sentido de que este padre en condiciones de precariedad por el pan de sus hijos llega al asesinato sin problemas de conciencia. Así llega a la banalidad del mal y ahí creo que se confunde en el sentido de que no es Eichmann el que mejor representa la banalidad del mal, sino el espectador, el que lo consiente sin más, sin razones, sólo por comodidad y pereza, por afán de pervivencia. Es la única corrección que yo le haría.

Público:
–A lo mejor hago propaganda de otro libro. Una novela que marcaba un montón de pautas del comportamiento del espectador. ‘La carta’, de Raúl Guerra Garrido. Cómo se desarrolla la vida alrededor de quien recibe la carta del impuesto. Cuando dice que la ha recibido, explica cómo se le va complicando la vida con su familia, sus amigos, el txoko, su suegro. Es estremecedor. Quisiera apuntar algo sobre las pequeñas cosas: la política simbólica. La bandera de España aquí es el síntoma más evidente del miedo. Si ante el Mundial hay pocas banderas podrá hablarse de poca simpatía, pero ninguna es otra cosa. Dijo un político que arriar la bandera de España en el País Vasco era arriar la bandera de la libertad. Nada más.

Arteta
–Me quedo con la referencia de la novela.

Público:
–Fue vetada, en un estudio de aspectos culturales y literarios que se intentó hacer, por la consejería de Cultura, junto a la obra de Caro Baroja.

Ruiz Soroa
–Tú ya sabes, Aurelio, que ya hemos escrito sobre esto. No estoy muy convencido de que nuestras sociedades estén pobladas por ese ‘homo economicus’ tan frío, calculador, racional y en busca de su bien privado. Creo que la calidad humana de nuestros conciudadanos no es tan baja. Es capaz de lo mejor y de lo peor. Es indiferente y preocupado. Si vemos lo que pasó aquí durante la Transición, vemos que era capaz de salir a protestar por determinadas muertes. Se ha movilizado espontáneamente. Se ha solidarizado con unas víctimas y no con otras. Me hace pensar que es una cuestión de lo que le cuentan, de las nanas con que le acunan que le hacen que pueda expresar libremente su solidaridad humana con unos y no con otros. Las doctrinas. Imanol Zubero hablaba hace tiempo del papel de la escuela en la deslegitimación de la violencia que está muy bien, pero que los estudios dicen que los niños van a la escuela contados y cantados. Es mucha la responsabilidad de quien ha puesto en circulación y mantiene aún esos cuentos que provocan la indiferencia.

Arteta
–Habría que matizar todo, pero el hecho de que se pueda exteriorizar una solidaridad y no otra remacha lo que digo. Se manifiesta un temor que se traduce en indiferencia. Conformista me gusta más. La gente puede no ser indiferente pero se comporta así. El quién les ha contado para mí forma parte del agresor. Debiera haber hecho una distinción entre colaboración necesaria y… Yo no soy abogado. Hay muchos tipos. Dónde comienza la colaboración. La difusión de doctrinas desde hace 30 años, es una de las primeras responsabilidades del espectador y del colaborador. Del informe del Ararteko saco un dato que me dejó pasmado, o leí mal: 20% que estaban de acuerdo con ETA, otros que les daba igual, otros que no estaban en desacuerdo del todo, era un 50%. El asunto es más grave que las cifras que daba el Ararteko. Por desgracia los niños vienen ya contados, pero si eso no se afronta en la escuela… Un debate mínimo podría con la familia o al menos introduciría un interrogante en la cabeza del niño.

Teo Uriarte
–Un tema importante que me preocupa es el de la privacidad sagrada que te anima a ser un contemplador muchas veces poco solidario. Un amigo mío se encontró con una persona a la que habían asesinado a su cónyuge, con responsabilidades serias, y le dijo que lo habían asesinado por nada. ¿Por nada? Por mucho. Pero esa persona se veía agredida en su privacidad. No entendía que era algo público. Su discurso acababa en la puerta de su casa y desde los poderes públicos se incita a eso. La sociedad de la comunicación es eso. Afortunadamente los que tienen una actitud radical son minoría. Entiendo que unos meses después de acabar la guerra el filósofo que has citado organice un seminario, es tal la perturbación que han entendido hace sólo unos meses. Se descubren los errores cuando los rusos están en la cancillería. Después de una guerra civil y una dictadura en Inglaterra pueden hacer una constitución. En Francia, lo mismo. Aún en funcionamiento. Pero es que quizá aquí no se nos permite hacer catarsis absolutamente de nada, ni siquiera con una muerte. Entre la privacidad y el discurso que nos anima a no preocuparnos por los problemas públicos que existen, nos encontramos indefensos y sin relato. Los políticos no tienen relato. A ver cómo se acaba lo de ETA. Los griegos sabían que la polis no funciona sin catarsis. La tragedia, salían llorando. EE UU ha hecho grandes obras de cine para que la gente descubriera la polis. Aquí no hay un discurso desde el poder para interpretar la realidad y tener pensamientos racionales que animen a la solidaridad con quien sufre. Me acuerdo de cuando un amigo mío escribió lo de la Constitución es sagrada, hito en su vida de la concepción romántica a la nacionalista, qué impresión hizo en el nacionalismo y la izquierda. Sobre todo en la izquierda que tiene muchos más temas sagrados. La Constitución da para creaciones artísticas que hablen del ciudadano y de su sufrimiento.

Arteta
–Efectivamente. Uno de los síntomas de la indiferencia es ese refugio en la privacidad. Recuerdo haber discutido con Mikel Buesa cuando él estaba en una asociación de víctimas. Yo le entendí que el Estado no tenía ningún derecho a la hora de administrar ese muerto porque era algo de la familia. Yo le decía que no. Lo era, pero era asesinado por algo público. Y pertenecía a la sociedad. Y lo de la catarsis me ha venido a la cabeza dándole vueltas a qué es lo que va a pasar… Con ETA no acaba casi nada, sólo el asesinato. Pero eso no es todo, ni mucho menos. Que deje la pistola no lo convierte en demócrata. Esta sociedad necesita una purificación en la que entramos todos. De los asesinos, de los que estaban con ellos, de los que los bendijeron, de los espectadores nosotros… Cómplices de los cómplices, dónde termina la cadena. No lo sé, pero hace falta una catarsis colectiva muy fuerte.

Teo Uriarte
–Dos brevísimas puntuaciones. La complicidad fundamental suele ser la de negación y el silencio. Pero aquí ha llegado a refinarse mucho. Es que era de mal gusto hablar del terror y del crimen, hasta en la degustación del barrio. Se ha degradado el discurso que condena el terrorismo, es así. Y en cuanto a las nanas de los niños, efectivamente: el tiro en la nuca es la consecuencia de una serie de palabras organizadas con un sentido. Tiene un olor de crimen familiar. Transmitido el odio, el discurso ha hecho vínculo social que aun se ve.

Editores, 15/11/2010