Santos Juliá-El País

¿Cómo se popularizó esta expresión para referirse a la creación de un nuevo Estado?

O de cuándo y cómo el nacionalismo catalán destruyó al catalanismo político. Porque de eso se trataba ya desde que Artur Mas, con toda pompa y circunstancia, declaró llegada la hora de proceder a la refundación del catalanismo construyendo para él una Casa Gran. Era noviembre de 2007 y el catalanismo político a lo Pujol había entrado en su fase terminal, mientras el tripartito no acababa de encontrar una salida honorable tras la resaca provocada por el Estatut. Toda una cultura política, vieja de más de un siglo, el catalanismo en cualquiera de las modalidades de su amplio espectro, de izquierda a derecha, conservador o progresista, provinciano o cosmopolita, parecía condenada a acabar en algún basurero de la historia, esos agujeros negros capaces de devorar las mejores intenciones.

No fueron, sin embargo, ni Convergencia ni Esquerra, más interesados en sus refundaciones, los inventores del nuevo marbete. Procés, como significante de una consulta sobre la independencia con el fin de crear un nuevo Estado en Europa por medio de una declaración realizada desde el Parlamento de Cataluña, apareció en el léxico político catalán con la Crida a la Solidaritat ­Catalana per la Independència, en julio de 2010. Al cabo de un año, el Cercle d’Estudis Sobiranistes, junto a Solidaritat Catalana per la Independència (SI), estableció en una convención nacional por la transición de la autonomía a la independencia, un “full de ruta clar i ­inequívoc” para construir un Estado al margen de las normas estatales. Para que nada faltara, el presidente del Cercle, Alfons López Tena, inventor también del lema Espanya ens roba, daba por seguro que el procés así definido sería inconstitucional pero legitimado por la comunidad internacional, como ocurría con todos los procesos cuando los costes de impedir la independencia superan a los beneficios de mantener unido al Estado secesionista.

Repetidos por la Conferència Nacional per l’Estat Propi, todos los ingredientes del nuevo discurso del nacionalismo, ahora independentismo, catalán estaban ya sobre la mesa cuando Artur Mas anunció en marzo de 2012 que su partido había puesto rumbo a Ítaca e invitaba a tot el poble de Cataluña a subir a las barcas. Lo que aportaba Mas al procés en construcción no era, por tanto, ningún nuevo ingrediente, sino el fervor del converso y los recursos del poder: era presidente de la Generalitat desde hacía dos años, merced a la abstención del PSC, y su partido había conquistado, gracias a acuerdos con el PP, la alcaldía de Barcelona. La gran manifestación del 11 de septiembre de 2012 le convence de que la mayoría absoluta está al alcance de la mano si logra representar teatralmente la ruptura con esa España que nos roba. El presidente Rajoy se encargó de prestarle este último favor dándole con las puertas de La Moncloa (o sea, de Madrid; o sea, de España) en las narices.

El resultado de la convocatoria electoral adelantada fue decepcionante: en lugar de avanzar, CiU pierde 12 escaños. Pero no hay frustración que un neófito no pueda transformar en logro. Necesitada de socio, Convergència viró hacia adentro, y allí estaba Esquerra, recién recuperada del estropicio causado por el tripartito y su errática travesía. El acuerdo se plasmó, como inicio de una puja al alza que ya no cesará, en la proclamación por el nuevo Parlamento de “la soberanía jurídica y política del pueblo catalán” con la que marcaban los dos nacionalismos coligados el punto de partida del procés impulsado ya desde un poder del Estado.

A partir de ese momento, el procés aspira a lo que siempre han intentado los movimientos totalitarios: una movilización popular que logre fundir, por medio de lo que Simone Weil llamó la “mentira organizada”, pueblo, nación y Estado en un solo ser, una totalidad de destino. Ser catalán consistirá en formar parte de un pueblo que constituye una nación que se realiza en un Estado. Nada importa que la sociedad catalana se fracture en dos; lo que importa es que bastará la mitad más uno de los diputados, aunque solo representen a la mitad menos uno de los catalanes, para que, arrogándose la representación de “tot el poble” de Cataluña, se pronuncien en nombre de la nación catalana por la independencia. Y eso fue lo que ocurrió cuando el procés desembarcó por fin en Ítaca.