JUAN CARLOS GIRAUTA-EL DEBATE
  • El PSOE de Sánchez ha optado –en un momento que ellos creen crucial, y que erróneamente han interpretado como una oportunidad– por su herencia marxista y por el guerracivilismo
Una constante de nuestra historia contemporánea es el regreso tenaz del PSOE al protagonismo, al lugar –a veces legítimo, a veces no– donde se toman las decisiones que marcan el rumbo español. Rumbo accidentado, pero, en comparación con el resto de Europa, menos errático y trágico de lo que suele juzgar el lector superficial. Al menos desde aquel final de siglo XIX en que el PSOE nació. Observadas de cerca, las preocupaciones y vicisitudes del partido fundado principalmente por tipógrafos bajo los iniciales auspicios de Paul Lafargue (yerno de Marx y secretario corresponsal del Consejo General de la Primera Internacional para asuntos relacionados con España) apenas guardan relación con el club woke de fans de Pedro Sánchez, vacío de contenidos y rellenable con cualquier cosa. Solo coincide el nombre. Pero los nombres son importantes. Como lo son los símbolos, para bien o para mal.
Cada organización veterana elige una forma de tratar su pasado. Esa forma siempre tiene que ver con el futuro. Se pulen las aristas, se maquillan u ocultan los hechos vergonzosos, los errores, se acentúan aquellos aspectos con los que se desea concurrir a la política, a la presentación de proyectos sugestivos. Es por consiguiente esta elección, esta priorización o disimulo que practican los herederos de siglas históricas, donde se pueden reconocer no solo las intenciones sino también los arrepentimientos –tanto o más significativos– de los gestores de las siglas y de su simbología adyacente. Que miembros principales del actual gobierno, y de la cúpula parlamentaria socialista, entonen puño en alto la Internacional a las puertas de su sede nacional le da un significado específico, y no otro entre los posibles, a la artimaña sanchista de los cinco días de reflexión. Que su portavoz parlamentario desempolve el lema «no pasarán» refuerza esa misma intención de construcción de significados. Es un hecho: el PSOE de Sánchez ha optado –en un momento que ellos creen crucial, y que erróneamente han interpretado como una oportunidad– por su herencia marxista y por el guerracivilismo.
Pero la herencia y el contenido marxistas los había borrado oficialmente el PSOE, forzado en 1979 por Felipe González, que se valió de una dimisión táctica. La que Sánchez ha querido imitar, produciendo una lamentable caricatura. Lo mismo puede decirse del guerracivilismo. Qué lejos queda aquella campaña de González en 1982, «por el cambio», que le granjeó 202 diputados, récord imbatido, con un mensaje central tan desideologizado como «lo que quiero es que España funcione». En efecto, esa fue la aséptica síntesis del programa que procuraría a González casi catorce años de presidencia. No me ocupo aquí de los errores de aquella etapa, sino de cómo deseó el nuevo PSOE ser percibido. Quizá por su vergonzosa dependencia de bildutarras y golpistas, el PSOE de Sánchez no puede espejarse en González, cuyo proyecto significó en su día futuro, convivencia y renuncia a trágicas categorías del pasado. Pero mirarse en Largo Caballero es mucho peor que no mirarse en nadie.