Razones de una crisis

EL MUNDO 10/12/14
RAMÓN C.PELAYO, ABOGADO DEL ESTADO EXCEDENTE

· El autor cree que si se reforma la Constitución debe ser para garantizar un Estado más sostenible y solidario, para lo que propone acabar con los nacionalismos y dejar márgenes de desarrollo a las aspiraciones individuales.

ESPAÑA ESTÁ GRAVEMENTE enferma. Los síntomas de esta enfermedad son sobradamente conocidos: crisis territorial, corrupción, partidos políticos alejados de los problemas reales de los ciudadanos y marginación de valores históricos, sociales y morales, que han perecido en aras de la sacralización de la macroeconomía.

La actual situación pone en riesgo el pacto constitucional, verdaderamente histórico, que nuestro país alcanzó en 1978, surgiendo voces, cada vez más numerosas, que preconizan una reforma de la Constitución como ungüento que cure todos nuestros males. Sin embargo, tienen razón aquellos que entienden que, para afrontar una reforma constitucional, es preciso alcanzar un amplio consenso sobre el contenido y finalidad de la misma.

Acertar con la receta que estabilice nuestro país en los próximos decenios exige analizar las razones, genéticas unas, adquiridas otras, que nos han llevado a esta situación y que, en mi opinión, son las siguientes:
1º.– En primer lugar, la imperfecta configuración del Estado de las autonomías, a través de un Título VIII de la Constitución, que instaló un permanente equilibrio inestable, confuso, defectuoso y agravado por una doctrina constitucional que ha favorecido la creación de 17 estados. Dejando a un lado cuestiones técnicas –que no son objeto de este artículo– muchos españoles se sorprenden hoy día de cómo pudo delegarse en las comunidades autónomas las competencias de educación cuando es sabido que «quien educa domina».

Es incomprensible que saliera adelante una organización estatal con tan desequilibrada como confusa distribución de competencias que ha provocado, a la postre, el vaciamiento y la inviabilidad económica del Estado y la difuminación de los perfiles que configuran la nación española, máxime cuando era más que previsible –bastaba con repasar la historia de los últimos 100 años– que los movimientos nacionalistas iban a rebrotar con mayor virulencia, si cabe, constituyéndose –como siempre lo han sido– en el verdadero cáncer de la libertad en España.

2º.– En segundo lugar, la adopción de una normativa electoral compleja e injusta que provocó dos patologías de las que se derivan muchos de los males de nuestro país: la potenciación, a todas luces desproporcionada e injusta de los movimientos localistas y nacionalistas, y la creación de una «clase política» (algunos la definen hoy como una «casta») que, al abrigo de listas cerradas y al amparo de nomenclaturas de partido, ha monopolizado el poder en todas sus manifestaciones (legislativa, ejecutiva y judicial) invadiendo órganos e instituciones que fueron creados como contrapesos del poder que los ha domesticado e inmiscuyéndose en esferas de la sociedad que antes considerábamos impermeables a la influencia partidista.

No queda el más leve resquicio a la acción espontánea de la sociedad o del individuo; todo lo que esté fuera del ámbito de los partidos es políticamente intrascendente. Y lo anterior se agrava cuando hablamos de sociedades dominadas por el nacionalismo en las que la finalidad partidista se superpone de forma tan dramática al individuo que termina por convertirlo en un súbdito acrítico y manejable, como ya ocurrió en los más oscuros días del siglo XX europeo.

El Consejo General del Poder Judicial, el Tribunal Constitucional, el Tribunal de Cuentas, los organismos reguladores, los sindicatos y organizaciones empresariales, están trufados y contaminados por una asfixiante partitocracia que impide cualquier control, significativo, sobre aquellos que ejercen el poder.

A las razones genéticas anteriores deben unirse otras adquiridas y que han agravado nuestra situación hasta los límites en que nos encontramos:
1º.– La incomprensible condescendencia de los sucesivos gobiernos nacionales con los gobiernos nacionalistas en las regiones y épocas en las que han gobernado sus respectivas comunidades solo puede calificarse como suicida. Muchas veces me pregunto cómo es posible que se haya mantenido durante tantos años una autonomía en la que los miembros de la oposición tenían que vivir (o morir) con guardaespaldas y en la que, rememorando una trágica frase, «unos movían el árbol y otros recogían los frutos». De la misma manera que es inconcebible que el Estado pretenda reducir a una mera confrontación jurídica –que está alcanzando patéticos niveles de «pillería leguleya»– el actual movimiento secesionista catalán, resultado de una conducta abiertamente rebelde, que se remonta a hace muchos años, y de la pasividad de aquellos que tenían y tienen la obligación de defender la nación española como realidad histórica y constitucional indisoluble.

2º.– Finalmente, la incapacidad de los gobiernos españoles –especialmente de los dos últimos– para unir esfuerzos y sacrificios en aras de unos objetivos comunes de justicia, solidaridad y progreso, perdiéndose en interesadas demagogias guerracivilistas; creando problemas inexistentes en la sociedad que pretenden gobernar y despreciando los compromisos electorales adquiridos hasta el punto de mofarse, prácticamente, de sus electores, anunciando groseros incumplimientos programáticos.

Unos gobiernan en nombre de una de las «dos Españas»; otros gobiernan para satisfacer intereses macroeconómicos que nunca se traducen en progreso individual; otros persiguen a los ciudadanos y les acosan en aras en unos conceptos y símbolos tan inexistentes, históricamente, como democráticamente repugnantes.

Siendo concretos: ¿Qué razón había para promulgar una Ley de Memoria Histórica? ¿Qué razón había para reabrir la división en torno al aborto? ¿Cómo es posible que un presidente del Gobierno se vanaglorie de incumplir su programa cuando tiene la mayoría necesaria para cumplirlo? ¿Cómo se puede permitir la persecución de todo lo español en algunas regiones de nuestra geografía? ¿Cómo se puede permitir que, tras casi 1.000 asesinados, la ideología que sustentó el terrorismo gobierne hoy gran parte del País Vasco?

Todo lo anterior es debido a una lamentable dejación de valores y, por qué no decirlo, a la labor de unos gobiernos pusilánimes y carentes de toda capacidad para imbuir en la sociedad un sentido de la ejemplaridad que hace años desapareció de nuestro mundo político.

Muchos coincidimos con el diagnóstico precedente y nos preguntamos, ¿una reforma constitucional, para qué? Porque si lo que se pretende es reformar la Constitución para agrietar todavía más nuestra nación o para otorgar privilegios a aquéllos que han hecho del crimen o de la deslealtad un instrumento político, el viaje va a ser extraordinariamente corto y frustrante.

La única reforma constitucional –y legislativa– que necesita España es una racionalización de nuestro Estado –como está ocurriendo en otros países europeos– que lo haga económicamente viable, políticamente democrático, territorialmente estable y socialmente solidario, y este objetivo pasa por el rechazo definitivo a los nacionalismos, devolviéndoles a su verdadero tamaño, y la firme voluntad de los partidos de dar un paso atrás en sus afanes de dominación, dejando márgenes suficientes de desarrollo a las aspiraciones sociales e individuales que son el verdadero motor de estabilidad y progreso en un Estado de Derecho.

Ramón C. Pelayo es abogado del Estado, excedente.