REFORMA DE LA CONSTITUCIÓN

Yolanda Salanova

Todos los días, en todos los medios, la modificación de los estatutos de autonomía sale a colación en cualquier intervención de políticos de uno u otro signo. Creo que, en efecto, es necesario enmendar ciertos errores tales como concesiones y agravios comparativos entre unas comunidades y otras, más favorecidas por las leyes —condicionadas por el efecto temor en el período de transición de la dictadura a la democracia—, desarrollar progresivamente los estatutos y adecuarlos a la situación que vivimos actualmente.

Dicho lo anterior, me da la impresión de que se trata de empezar la casa por el tejado, según los indicadores que suponen las declaraciones de los políticos.

 

Sabemos que los estatutos de autonomía, como todas las leyes, emanan de la Constitución, y que ésta, consensuada en su día bajo el condicionamiento de la bisoñez democrática, a pesar de tener muchos aciertos, contiene errores que hay que corregir; veinticinco años de experiencia democrática, con sus más y sus menos, lo demuestran.

No voy a entrar en cada título, capítulo y artículo por razones obvias, pero como ciudadana a la que compete y afecta la Carta Magna me creo en el derecho y la obligación de emitir mi opinión al respecto.

 

Al margen de lo puramente anecdótico, como puede ser la ley de sucesión de la Corona —que no obstante, conculca el artículo 14 de la Constitución— hay cuestiones de fondo que no se pueden dejar al socaire de pretensiones para mantener privilegios; ambigüedades que permiten la interpretación interesada de la ley según intereses partidistas, o conculcarla sin que el Tribunal Constitucional pueda determinar clara y objetivamente que así sucede.

 

Lo primero que habría que tener en cuenta es que la Constitución es el marco jurídico que determina los derechos y (cómo no) obligaciones del ciudadano; para que nos entendamos, los derechos individuales; de éstos dimanan los derechos colectivos, siempre supeditados a los anteriores, de manera que nadie pueda ser excluido ni perjudicado, sino protegido por la Ley de leyes.

 

La revisión de la Constitución debe ser, pues, previa a cualquier modificación de leyes subordinadas, como los estatutos de autonomía, la ley de partidos políticos, etc.

 

La definición de nuestro país como nación, España, y los símbolos que la representan, debe ser cuidadosamente redactada. Vemos constantemente cómo se instrumentalizan términos, banderas e himnos, secuestrados por grupos partidistas; esto provoca una reacción contraria al uso de los mismos, institucional y totalmente apolítico. Si la bandera española flameó durante el régimen anterior, también lo hizo en tiempos de Carlos III y posteriores. De manera que todo símbolo de la nación ha de considerarse apolítico y  estar en los actos oficiales y /o políticos sin matices torticeros. Y debe ser la única bandera de España, sin perjuicio de que las comunidades autónomas tengan la suya, cuestión también explicitada en la Constitución.

En cuanto a la bandera republicana, es una bandera de partido, nunca, incluso si se diera el caso de que la monarquía parlamentaria diera paso a la república, debería ser cambiada, por los motivos expresados y para evitar precisamente la instrumentalización de los símbolos, que son lo que son: distintivos de una nación e identificativos ante otras.

Jamás deben ser pretexto para dividir, excluir o como tantas veces en la Historia, el derramamiento de sangre. Lo anterior se hace extensivo al escudo, himno, etc.

 

Asunto a tratar urgentemente, es el de las lenguas, vehículos de comunicación y no de división, potenciándolas sin que ello suponga el desprecio o incluso la erradicación del español, lengua oficial de España, con la cooficialidad de las otras lenguas de la nación española.

 

Me centraré en tres temas que son, a mi juicio, de vital importancia para la salud del sistema democrático, defectible, y por tanto perfeccionable según la realidad demostrada por los efectos, tantas veces nocivos, que dejan en la más absoluta indefensión al ciudadano, quien es el destinatario y goza o padece las consecuencias.

 

1-    La ley electoral

2-    La ley de partidos políticos.

3-    Los estatutos de autonomía.

 

La Ley electoral:

 

La ley D’Hont, y su sistema de proporcionalidad viene a anular el pricipio democrático que garantiza verdaderamente el sufragio universal: una persona, un voto.

En su momento, bien porque los políticos carececían del conocimiento e información básica, y la selección de entre los distintos sistemas electorales y sus consecuencias no fueron previstas plenamente; o porque los agentes políticos utilizaron su conocimiento de los sistemas para promover la ley que les reportara mayores ventajas partidarias, se optó por esta ley, que prima a los partidos mayoritarios, beneficia a las circunscripciones electorales de menos población en detrimento de las más pobladas, con lo que la proporción de escaños obtenida por los partidos no se corresponde con la voluntad de los electores.

 

Tanto las democracias emergentes como las establecidas tienen mucho que aprender de sus experiencias. El diseño institucional es un proceso evolutivo, por lo que se ha de analizar, a partir de distintos ejemplos existentes alrededor del mundo, las consecuencias a corto y largo plazo de una ley de tal envergadura, para una toma de decisiones informada y, de esta forma, evitar algunos de los efectos más disfuncionales y desestabilizadores en la selección del sistema electoral.

 

Es de justicia la exigencia de que todo ciudadano pueda intervenir en las decisiones políticas por medio de representantes elegidos por sufragio universal, libre, igual, directo y secreto. En definitiva, la consagración del principio «una persona, un voto» y obtención de escaños en función de los votos obtenidos, verdadero principio de la democracia electoral.

Los grupos de la oposición deben tener suficientes miembros para ser efectivos, asumiendo que los han obtenido en virtud de las urnas y deben ser capaces de presentar una alternativa viable a la administración gobernante. Claro está que la fuerza de la oposición parlamentaria depende de muchos factores, además de la selección del sistema electoral, pero si el sistema mismo vuelve impotente a la oposición parlamentaria, la gobernabilidad democrática se debilita.

Conclusión: Sustitución de la actual ley electoral por aquélla que garantice el respeto al sistema democrático, según las premisas anteriores, asegurando así un Parlamento realmente representativo.

 

 

La ley de partidos políticos:

 

El sistema debe alentar el desarrollo de partidos basados en ideologías y valores políticos amplios y en programas políticos específicos, y no preocupaciones étnicas, raciales o regionales. Además de disminuir los riesgos de conflictos intersociales, es más probable que los partidos que se basan en amplias convocatorias nacionales y sociales reflejen de mejor forma la opinión ciudadana, que aquellos basados primordialmente en inquietudes regionales o sectoriales.

 

Listas: abiertas, cerradas y mixtas.

La forma de emitir el voto entre los distintos sistemas es una de las más importantes: tiene que ver con si las listas son abiertas, cerradas o libres, por la facultad que conceden al elector para votar por el candidato o partido de su preferencia.

Con las listas cerradas los votantes no tienen capacidad para determinar quien será el representante de su partido. Las listas cerradas son generalmente insensibles a los cambios ocurridos en el entorno social y nacional.

Muchos sistemas europeos utilizan listas abiertas, en las cuales los votantes pueden indicar no sólo su partido, sino también su candidato favorito dentro del mismo.

Puesto que los candidatos de un mismo partido compiten efectivamente entre sí por los votos, a fin de que la fórmula de lista abierta no produzca conflictos, se evitarían con elecciones internas, democratizándose también el funcionamiento interno de los partidos. (Esta cuestión la debe considerar la ley electoral).

 

Como punto de partida, el principio democrático exige que los requisitos para poder ser elegible sean los mismos que para ser elector: la ciudadanía, la mayoría de edad y el goce pleno de los derechos civiles y políticos, de manera que cualquier ulterior exigencia debe estar expresamente prevista en la Constitución o en la Ley y justificarse suficientemente en la realización de valores constitucionales que expliquen la limitación de derechos ciudadanos.

 

La realidad nos ha demostrado que ciertos partidos han podido conculcar la legislación cambiando su denominación, llegando a poner en sus listas a delincuentes y terroristas convictos y confesos, que incluso han ocupado escaños en parlamentos autonómicos. Por eso es estrictamente necesario que se determine claramente qué condiciones son necesarias para formar y registrar un partido, requisitos que han de cumplir los candidatos y cuándo y por qué se invalidarían o ilegalizarían en función de la legislación, (por ejemplo, cuando no acata la Constitución, se comete fraude de ley o se delinque, estableciéndose las consecuencias civiles y/o penales correspondientes).

La incitación pública de partidos, instituciones o representantes de la Administración, a avalar a formaciones ilegales y/o proterroristas, tendría que tener consecuencias palpables, por constituir un apoyo a la vulneración de la ley, cuestión que dirimirán los organismos competentes con arreglo a la legalidad, y si fuere constitutivo de delito, aplicar las leyes de enjuiciamiento civil o, en su caso, criminal, con todas las garantías procesales en una democracia.

Financiación: Las políticas democráticas no pueden ejercerse sin recursos financieros. Si el dinero no fuera otorgado los partidos políticos serían incapaces de organizarse, los políticos no se podrían comunicar con los ciudadanos y las campañas no podrían ser sostenidas. Por lo tanto, los fondos no son sólo indispensables, sino deseables. Sin embargo, la financiación política ha producido muchos problemas en la mayoría de las democracias. La raíz de múltiples males políticos se encuentra en el dinero, puesto que la obtención de fondos lleva frecuentemente a la corrupción a cambio de favores políticos.

Por ello es imprescindible que se establezcan mecanismos para el control de fraudes, la corrupción y las prácticas injustas. El modelo de financiación debe ser revisado, pues actualmente favorece a los grandes partidos en detrimento de los pequeños, de modo que éstos ven mermada la capacidad de llegar a la población por falta de medios. Resulta un contrasentido, cuando lo lógico sería dotar a los partidos con cantidades inversamente proporcionales a su capacidad económica, garantizando de eso modo el principio de equidad e igualdad de oportunidades.

Los Estatutos de Autonomía:

Actualmente España consta de diecisiete comunidades autónomas, algunas de ellas con mayor capacidad de autogobierno que cualquier estado federal. No obstante, la tipificación de unas según supuestos derechos históricos no contemplados para otras comunidades, resulta un agravio comparativo para estas últimas.

Todas las comunidades tienen, además de un bagaje cultural común, peculiaridades propias, todas tienen precedentes históricos y, sin embargo, me temo que se vuelve a caer en el error de reconocer derechos o no, más que por la Historia, por haber cedido a supuestos derechos adquiridos durante épocas y regímenes anteriores a nuestro sistema democrático.

La Historia está para aprender de ella, sobre todo de los errores pasados, para evitar que se repitan y enquisten. Es muy difícil, una vez concedidos privilegios, volver al punto de partida y subsanar las desigualdades, pero si queremos construir y no derrumbar el Estado de Derecho, una vez definidas en la Constitución las bases de las leyes autonómicas, no se puede volver a caer en agravios e injusticias que los ciudadanos no tienen por qué sufrir ni pagar.

Parece lógico que los estatutos por los que se regirán las comunidades autónomas, sean propuestos por los distintos parlamentos; otra cuestión es si las pretensiones secesionistas, la exigencia de privilegios e imposición, mediante argumentaciones que nada tienen que ver con el bienestar de la ciudadanía, sino con aspiraciones partidistas, sean contempladas.

Es hora de que nosotros, los ciudadanos, que no somos siervos ni vasallos de  nuestros gobernantes, quienes, quede claro, están al servicio del pueblo soberano como meros administradores elegidos por el mismo, marquemos el camino a la clase política, demostremos que hace tiempo hemos alcanzado la mayoría de edad y perdamos el miedo a cambios necesarios que en modo alguno tendrían que desestabilizar nuestra joven democracia; antes bien, será la forma de consolidarla y evitar que vicios anteriores se repitan.

No olviden los partidos, los gobernantes de la nación española y de las comunidades autónomas, que somos nosotros, los ciudadanos, quienes tenemos la última palabra en las urnas, tanto en los diversos comicios como en los referéndum convocados a fin de sancionar la Constitución y los distintos Estatutos.

Yolanda Salanova