Reivindicación de la lejanía en política

J. M. RUIZ SOROA, EL CORREO – 28/09/14

José María Ruiz Soroa
José María Ruiz Soroa

· El político no debe estar allí donde están los ciudadanos porque entonces no habría nadie donde él debe estar, en el puesto de control y dirección de la política.

Vivimos tiempos en que la ‘democracia de proximidad’, trufada de empatía, cercanía, atención, cuidado y sensibilidad por parte de los representantes políticos para con los ciudadanos representados está de moda intelectual y política. Pero hasta hace poco su materialización era poco menos que ritual o gestual: los políticos hacían como que estaban cerca de los problemas cotidianos cuando ocurría una desgracia o una catástrofe, y poco más. Ahora sin embargo, y por mor de los nuevos movimientos sociales que comen el terreno a la política clásica, la proximidad entre representantes y representados se acepta como una exigencia mínima indiscutible para poder hacer política, de manera que quien no está allí donde están los ciudadanos no es digno de ejercer función pública alguna.

¿Digo ‘proximidad’, o debería decir ‘mezcla y confusión’? Porque el ejemplo de la nueva cercanía entre representante y representado es la asamblea o el círculo (sea físico o cibernético), donde la gente se confunde con el político, y éste se baña en la esencia de la multitud. Más que proximidad estamos ante una comunión. Como lo muestra Pedro Sánchez al participar diligente en una tertulia televisiva, salir de ella con inmediatas propuestas parlamentarias sobre el tema que tocase en ese momento y afirmar solícito que «hay que estar donde están los ciudadanos». Todos juntitos. Precioso.

Bueno, pues no. El político no debe estar allí donde están los ciudadanos porque entonces no habría nadie donde él debe estar, en el puesto de control y dirección de la política. El debe estar en otro tiempo y lugar distintos, allí donde se forman y negocian las decisiones, escuchando a esos ciudadanos, sí, pero también reflexionando con tranquilidad y a distancia de ellos. Como decía provocativamente F.R. Ankersmith, saliendo al paso de toda la beatería participativa ciudadanista, debe existir un cierto abismo entre el representante y los representados, pues de lo contrario el proceso de formación de una voluntad colectiva y democrática en la sociedad quedará gravemente perjudicado. Y lo mismo, aunque sea con otras palabras, han repetido Giovanni Sartori o Francisco Laporta.

Suena fuerte: «abismo entre representantes y representados». Lo sé. Pero es que las decisiones políticas sólo pueden formarse adecuadamente en un proceso multipolar y dialéctico entre el polo ciudadano y el polo dirigente. Los deseos brutos, pasionales y poco reflexionados de los ciudadanos deben encontrar su eco posterior en las propuestas políticas de sus representantes, todo ello en un proceso circular de va y viene reposado y mediado por eso tan vago que se llama ‘opinión pública’ así como por una serie de instituciones y niveles públicos puestos ahí para reflexionar y procesar proyectos. Si juntamos a representantes y representados en un solo espacio y tiempo no obtendremos algo que pueda llamarse con mínima propiedad una voluntad política, sino tan sólo ocurrencias, aclamaciones, denuestos, humores y caprichos. No puede existir algo así como la ‘democracia instantánea’ en la que los representantes conozcan de primera mano el deseo del pueblo y puedan convertirlo en decisiones políticas sin más. Como con acierto decía Carl Schmitt, un enemigo de la democracia liberal, ésta fue el fruto de una nueva clase histórica, la clase exasperadamente discutidora; mientras que el fruto de la asamblea popular es la aclamación del líder.

No caigamos por tanto en el terrible error de juntar a políticos con ciudadanos en un mismo tiempo y lugar a la hora de tomar decisiones. Cuanto más separados estén en ese proceso, mejor para la democracia.

Separados pero no aislados, claro está. La mayor amenaza para la democracia ha estado siempre en el excesivo poder de los pocos; es decir, en el riesgo cierto de que unos pocos acumularan demasiado poder (por las razones que fueran) adueñándose de las estructuras de la representación para imponer su voluntad a los muchos o para ignorar sus necesidades y exigencias. Contra ese poder de los pocos la democracia provee de instrumentos de control, crítica, remoción y exigencia de responsabilidad constante, que son los que no se ha sabido utilizar o han fallado en su momento aquí en España. De manera que el exceso de poder de esos pocos ha llegado a parecer a algunos como si fuera el poder de una casta privilegiada, y se ha exigido correlativamente de manera simplona su desaparición como tal y que los políticos se bañen y se funden en el pueblo para dejar de ser un grupo aparte. Craso error. La democracia gobernada precisa de políticos y líderes que se sitúen separados del público como un polo de alteridad y que, escuchándolo y sirviéndolo, se mantengan independientes de él en la toma de decisiones.

Independientes incluso para, cuando es necesario, decirle al público: «no podemos». La política democrática precisa de líderes que sean capaces de dar las malas noticias, de caer antipáticos cuando toca, de señalar y explicar los límites inapelables del mundo contingente exterior a la política. Darse baños de empatía y cercanía es agradable y hasta puede suministrar votos. Pero es seguro que no nos hará avanzar ni un milímetro en la solución de nuestros problemas colectivos.

J. M. RUIZ SOROA, EL CORREO – 28/09/14