Retorno al fulanismo

ABC 26/01/16
FERNANDO R. LAFUENTE, SECRETARIO DE REDACCIÓN DE «REVISTA DE OCCIDENTE»

· En el laberinto de alianzas y contra alianzas al que se ve abocada la clase política española, priman más los personalismos que las ideas. Los medios se fijan más en quién lo dice o cómo lo dice que en lo que dice. Si es que dice algo con cierta sustancia movilizadora

«Afalta de un ideal colectivo, que es lo que da unidad y dirección, hemos caído en el localismo, en el cantonalismo, hemos caído en odios y en las luchas de las localidades (…) faltaban hombres enteros, capaces, inteligentes. El fulanismo es una mala enfermedad. Y el camino del remedio: la cultura. Mayor nivel social». Estas palabras no han sido pronunciadas, ni escritas ayer, ni anteayer, fueron pronunciadas el 25 de junio de 1910 en el Teatro Pérez Galdós de Las Palmas de Gran Canaria por Miguel de Unamuno. El fulanismo, que el peruano Ricardo Palma atribuyó su creación al autor de Paz en la guerra (a lo que éste respondió: «Yo agradezco al sr. Palma el honor que me hace, pero debo decir, en descargo de mi conciencia, que en los más de los casos no sabría decir si invento vocablos o si los oigo y los meto en mis escritos».) sería la «tendencia a dar indebidamente más importancia a una persona concreta que a una ideología», y ya en palabras del propio Unamuno: «Partidismo por el nombre, por el fulano más que por la doctrina».

Hubo un tiempo en que esto del fulanismo adquirió en la vida política española la forma de una epidemia nacional: maurismo, ciervismo, garciaprietismo, romanismo, alfonsismo, gilrobismo, azañismo, lerrouxismo, caballerismo, priegismo (por Alcalá Zamora, que era de Priego), portelismo y así hasta la náusea. Parecía que los vientos de la historia, la modernización de una sociedad encerrada en sí misma, aislada en sus querellas locales, habían logrado abandonar tales actitudes, pero uno puede contemplar cómo en estos desdichados días de las primeras décadas de siglo XXI ciertos comportamientos recientes obligan a retornar al fenómeno de la «personalización de los ideales políticos». Es cuando ante la barahúnda mediática, el político adquiere una dimensión que roza el espectáculo, y se convierte él mismo en espectáculo: dramático, patético, circense, carnavalesco, divertido, sombrío, cuando la cosa inquieta. Este retorno al fulanismo no es sino el resultado de una sociedad sin rumbo, apelmazada, nerviosa e irritada.

El fulanismo dista del populismo en lo que tiene de fragmentación, de archipiélago, de errancia. El populismo, que también es fruto de la perdida de referencias ideológicas sensatas, se nutre, como recuerda José Luis Villacañas en Populismo (La huerta grande, Madrid, 2015), de los tiempos de confusión: «El fenómeno que la delata es la perdida generalizada de confianza (…) Ahora atravesamos una época de riesgo sistémico». Las ideas se confunden con las ocurrencias, los programas se tiñen de cinismo, la desconfianza se instala en lo más profundo de cada ciudadano. José Ramón Parada acaba de publicar en Revista de

Occidente un artículo clave para entender la deriva actual, «El fracaso de la descentralización política» (enero, 2016), en él se recuerdan algunos hechos que, en otra circunstancia distinta (es decir, mejor) de la presente solo provocarían una conmovedora sonrisa, si no fuera porque pareciera que la política española semeja a un tiovivo que da vueltas y vueltas y no va a ninguna parte.

Así, por ejemplo, es útil recordar lo sucedido en el Consejo de Ministros de junio de 1873 (menudo año) cuando el presidente del Consejo, el catalán Estanislao Figueras, cansado de tanto fulanismo y disparate afirmó ante sus ministros: «Señores, voy a serles franco: estoy hasta los cojones de todos nosotros», y como recuerda Parada: «abandonó la sala, fue a su casa, hizo la maleta y cogió el primer tren para Francia». Lo destacable, lo que convierte en memorable esta original intervención es, sin duda, el uso, poco habitual entre políticos, del «nosotros», porque la acción política es una cuestión de todos y su responsabilidad pública, también. «La nación jumillana desea vivir en paz con todas las naciones vecinas y, sobre todo, con la nación murciana, su vecina; pero si la nación murciana, su vecina, se atreve a desconocer su autonomía y a traspasar sus fronteras, Jumilla se defenderá, como los héroes del Dos de Mayo…» Sí, es el Manifiesto de Jumilla en la que fue denominada la rebelión cantonal, en ese año de 1873, donde proliferaron los cantones: Málaga, Alcoy, Cartagena, Sevilla, Cádiz, Almansa, Torrevieja, Castellón, Salamanca, Bailén, Andújar, Tarifa y Algeciras. ¿Cómo sorprenderse de que hayamos llegado no hasta aquí, sino «hasta allí»?

Nadie dijo que el progreso, en las ideas, en la ética, en los comportamientos fuera lineal. Ojalá las acciones humanas progresarán con tanta firmeza como los inventos técnicos: el aeroplano, el cinematógrafo, el aire acondicionado. No. Una de las cuestiones esenciales que debe clarificar la clase dirigente española ante la situación actual es resolver si se hace política del siglo XIX o política del siglo XXI.

El fulanismo no es que, como ha sido costumbre, sólo se piense en los beneficios del partido de turno, sus redes mediáticas y sociales, sus acompañantes, sino que se focalice la acción en torno a un nombre, alguien que por su sola presencia, y supuesta prestancia, se constituya en el adalid y la solución de los problemas. Como dijo un sindicalista argentino, Herminio Iglesias: «Estás conmigo o sinmigo». Todo un programa. Claro que había que conocer al tal Iglesias y al sindicalismo argentino.

Recordó Churchill (al menos se le atribuye) que lo malo de los fanáticos no es que no cambien de opinión, es que no cambian de tema. Y el tema, aquí y ahora, es el fulanismo, que, en su versión «fashion», se instala en los más diversos recovecos tecnológicos de la sociedad, y lo peor, es que tiene sus mariachis, que jalean, animan y elevan. Pero claro, a quién le va a extrañar este hecho si buena parte de esa misma sociedad se recrea en la autocontemplación fotográfica, el narcisismo «selfie». En el laberinto de alianzas y contra alianzas al que se ve abocada la clase política española, priman más los personalismos que las ideas. Los medios se fijan más en quién lo dice o cómo lo dice que en lo que dice. Si es que dice algo con cierta sustancia movilizadora.