HERMANN TERTSCH-ABC

   No se pueden mutilar 40 años a una gran Nación

LA Diputación de León y el Ayuntamiento de la ciudad de León acaban de aprobar por heroica unanimidad «retirar los honores concedidos en su día al general Francisco Franco y eliminar las huellas de su régimen en la provincia». Cuando se cumplen 42 años de la fecha en que el general moría en la cama como jefe del Estado de un régimen sólido y por nadie amenazado, surgen las revueltas temerarias contra el dictador. Políticos desprestigiados juegan al maquis, a la gesta antifascista para las televisiones, al hoy tan asequible arrojo antifranquista, y despojan a Franco de los honores que le otorgaron estas instituciones en toda España. Pretendiendo enmendar supuestos votos no voluntarios y libres. Es probable que en 1950 fuera difícil votar contra unos honores a Franco en un ayuntamiento español. Aunque quizás no tanto como hoy lo sería votar a favor de él en algunos rincones de España. Desde luego en febrero de 1974 nadie obligaba al Club de Fútbol Barcelona a entregarle su máxima distinción a Franco, ni a «La Vanguardia» a babear fervor franquista. 

Más allá de la ridiculez de todo el asunto, si nos metemos en las paupérrimas mentes sectarias de nuestra izquierda y las igual de paupérrimas y además acomplejadas de la derecha, puede tener sentido dedicar tiempo a quitarle honores a quien debe ser oficialmente odiado y vilipendiado por la cofradía del bien pensar para tener certificado de buena conducta que después lo permite todo. Lo que resulta una aberración es la parte de la resolución que reza «eliminar las huellas de su régimen en la provincia». ¿Qué huellas del régimen van a eliminar? ¿Barrios de vivienda social, carreteras, túneles, universidades, algún pantano quizás? ¿La inmensa obra civil y social de 40 años de esfuerzos de toda la sociedad española que llevó a España de ser la pordiosera de Europa con Rusia a estar cerca de los primeros países del mundo? Quieren eliminar «las huellas del franquismo» sin entender que son ellos mismos, sus casas, el agua que beben, su educación, sus escuelas, las conquistas de sus padres. Y sus errores. Y sus crímenes. También sus mentiras. Que han llevado a esta sacrosanta democracia al borde del abismo de la inviabilidad y el fracaso. Por estar construida sobre cimientos de falacias que impiden sus enmiendas y mejoras. La democracia es mucho mejor que aquella dictadura. Aunque no deba dudarse tampoco de que aquella dictadura fue menos mala que la que evitó. Pero mal está una democracia cuando hay que mentir en ella tanto como en dictadura. 

Se empezó mintiendo al pretender que, salvo cuatro generales, «fachas», marqueses y obispos, todos los españoles habían sido antifranquistas. Muy clandestinos, eso sí. Se acaba mintiendo en casi todo. Así, la estafa se hizo habitual y la falta de honestidad y el cinismo, costumbre. Por eso, la juventud no entiende nada porque nada verdadero se le enseña entre consignas sectarias. Así, la mentira cada vez más delirante lleva a regiones enteras a lanzarse a la autodestrucción. De haber afrontado el pasado con más honradez, más coraje para defender la justicia y la verdad, hoy se valoraría más la probidad y no se aceptaría la impostura como costumbre. Cuarenta años de la vida de un pueblo no pueden arrancarse y sustituirse por fabulaciones necias sin romperle la columna vertebral y el alma. Por eso la obsesión por combatir fantasmas del pasado con falsedades nos ha traído al borde de la autodestrucción. Por esa mentira obsesiva, fuente de tantos males nuestros, fruto de la cobardía. Que tiene en España secuestrada a la verdad, la única receta para la fortaleza y la libertad.