Salvaje amenaza a la democracia y a la libertad de expresión

ABC 08/01/14

· La masacre de París revela la inhumanidad de los enemigos de los derechos fundamentales y pone a las democracias ante la responsabilidad de defenderse en sus propias fronteras frente a unos terroristas que conviven con sus ciudadanos
· Entre todas las libertades amenazadas, es la de expresión – epítome de los derechos fundamentales y cauce por donde discurren los demás– la que recibe un ataque frontal con este salvaje atentado. También esto está en juego

EUROPA no tiene tiempo para seguir especulando sobre la respuesta a la amenaza yihadista. Tanto el Estado Islámico como Al Qaida, Boko Haram o Al Sabah, han decidido convertir el planeta en un campo de batalla para su violencia terrorista y la reacción de los gobiernos democráticos debe situarse a la altura de las circunstancias. Y esto puede exigir adoptar medidas excepcionales, porque excepcional es el riesgo que corren, como vimos ayer en el centro de París, los ciudadanos europeos. La masacre en la Redacción del «Charlie Hebdo» sintetiza los odios irrefrenables que impulsan a los terroristas islámicos. Vengar con doce asesinatos unas viñetas satíricas sobre Mahoma es la prueba de su incompatibilidad con las libertades democráticas. Ninguna de estas obliga a compartir la finalidad de esos dibujos, pero sí obligan a quien discrepe a utilizar las vías legales y pacíficas sobre las que se asienta la democracia. Entre todas las libertades amenazadas, es la de expresión –epítome de los derechos fundamentales y cauce por donde discurren buena parte de ellos– la que recibe un ataque frontal con este salvaje atentado. También esto está en juego.

El islamista no es uno más de los terrorismos conocidos por

Europa. Tampoco es un fenómeno carente de apoyos sociales. Es un agujero negro en la seguridad de las sociedades europeas, agravado por el llamamiento de las organizaciones yihadistas a cometer atentados en cualquier momento y lugar. La amenaza ha subido de nivel. Ya no se lucha solo contra células organizadas, que conspiran en mezquitas clandestinas. Ahora es el turno de «lobos solitarios» –aunque las autoridades francesas descarten que sea el caso del ataque a «Charlie Hebdo»– que asumen la siembra del terror como un compromiso personal. Doce asesinatos en pleno centro parisino solo pueden cometerse con una determinación homicida fanática, pero también con planificación, logística y financiación. El atroz vídeo del asesinato a sangre fría de un agente francés revela instrucción paramilitar de sus autores. Sin duda, toda respuesta a los atentados del yihadismo debe respetar el sistema de garantías que identifica a los Estados de Derecho o los diferencia de la barbarie y ha de evitar juicios genéricos contras las comunidades musulmanas. Ahora bien, estas comunidades, que disfrutan en Europa de unas libertades y un nivel de bienestar que no tendrían en la mayoría de los países musulmanes, deben comprometerse decidida y públicamente contra aquellos de sus miembros que promueven el terror. Ha costado miles de decapitaciones y continuos emplazamientos públicos que algunas autoridades religiosas musulmanas condenaran, tarde y con remilgos, las atrocidades islamistas.

El Gobierno francés no dudó en desplegar el Ejército en las calles ante la inminencia de un atentado. Ningún país está libre de sufrir otro ataque. El despliegue militar no pudo evitar el asalto a la sede de «Charlie Hebdo». La pregunta es si los recursos que emplean los europeos son suficientes para responder a una amenaza que ya no es difusa, sino concreta; no remota, sino cercana. La cooperación entre los servicios de inteligencia vuelve a ser la clave de la lucha contra un terrorismo transnacional en la que Europa debe conservar y sumar aliados, no alejarlos, como en el caso de Israel, y reconsiderar si la fuerza militar que se está empleando contra el Estado Islámico es adecuada para lograr su derrota. No hay duda sobre la imposibilidad de alcanzar un acuerdo con organizaciones que persiguen la islamización de Europa, que aspiran a colocar la bandera negra en la basílica de San Pedro y que odian el concepto de libertad política.

Las democracias deben defenderse sin perder sus principios básicos, pero sin ser rehenes de prejuicios timoratos sobre el

uso de la fuerza y de la ley. Ahora, los gobiernos deben preocuparse por cómo proteger a sus ciudadanos más que de lo que puedan pensar las «elites» buenistas y biempensantes. La masacre de París revela la inhumanidad de los enemigos de la libertad y pone a las democracias ante la responsabilidad de defenderse en sus propias fronteras frente a unos terroristas que conviven con sus ciudadanos, que disfrutan de sus libertades y que han sido transformados por el veneno del fanatismo en enemigos implacables a los que hay combatir donde estén. Es la legítima defensa de las democracias.