Fernando Navarro-El Español
  • Resulta que somos animales bastante orgullosos, que nos sometemos a jerarquías de prestigio y nos resistimos a las de dominancia.
 

En 1864 una tormenta estampó la goleta Invercauld contra las rocas de una de las islas Auckland, y la cosa acabó regular: aunque 19 de los 25 tripulantes consiguieron ponerse inicialmente a salvo, sólo 3 estaban vivos cuando fueron rescatados un año más tarde.

Ese mismo año la Grafton naufragó en el otro extremo de la misma isla, y el desenlace fue muy diferente: todos sus tripulantes se salvaron del hundimiento, y todos ellos se organizaron y colaboraron durante dos años hasta ser rescatados con vida.

¿Por qué esos desenlaces tan diferentes en unas condiciones tan similares, casi de laboratorio? Porque los segundos funcionaron como una comunidad: colaboraron estrechamente entre ellos desde el principio, se hicieron amigos, y tuvieron un buen líder. Los de la Invercauld, por el contrario, tuvieron un capitán más preocupado por mantener sus privilegios, se dividieron inmediatamente por líneas de estatus, y en general se abandonaron a comportamientos insolidarios. Tal vez ya ven por dónde voy.

Estamos acostumbrados a considerar la organización de nuestra sociedad, la democracia liberal, desde dos perspectivas diferentes y ambas incompletas. Una, como algo que ha surgido espontáneamente (digamos, como una berenjena) y que por tanto no necesita un especial mantenimiento. Dos, como el invento de tipos muy sesudos (como Locke o Madison) que se reunieron un buen día y consiguieron un diseño afortunado.

Hay algo de ambas cosas, pero lo que siempre pasamos por alto es la biología. Olvidamos que somos unos primates en los que la evolución ha seleccionado unas características para vivir en sociedad, y que las comunidades que se forman sin tener en cuenta esas características innatas están condenadas al fracaso.

«Toda nuestra idea de comunidad democrática reside en que los titulares de la soberanía somos nosotros, sin eso no somos más que súbditos»

Eso es lo que nos cuenta, junto con lo de la Grafton y la Invercauld, el médico y psicólogo Nicholas Christakis en Blueprint, los orígenes evolutivos de una buena sociedad.

Cuento esto porque el otro día soñé con Pedro Sánchez, como quien sueña que vuelve a Manderley y se topa con el ama de llaves en un pasillo, lo que quiere decir que me está empezando a causar cierta angustia. El día anterior había manifestado abiertamente en la televisión pública su intención de desmontar la democracia española, desmantelando el CGPJ y poniendo sanciones a la prensa hostil.

Es una huida de la corrupción que lo acecha, y un paso más en el camino que emprendió cuando decidió jugar con la Constitución y el Código Penal para mantenerse en el poder, y por eso ya deberíamos estar acostumbrados. Pero hubo algo más que, sospecho, es lo que me provoca las pesadillas: eso de que la soberanía reside en el Congreso.

Verán, toda nuestra idea de comunidad democrática reside en que los titulares de la soberanía somos nosotros, los ciudadanos. Sin eso, no somos más que súbditos. Y resulta que somos animales bastante orgullosos, que nos sometemos a jerarquías de prestigio y nos resistimos (cuando podemos) a las de dominancia.

Tal vez el voto no sirva matemáticamente de mucho, pero la soberanía nacional es lo que nos permite mantener la ilusión de sociedad, y de paso la dignidad, incluso cuando María José Montero gesticula desde su escaño.

Pero si el presidente nos la quita, se revela como un primate narcisista y dominante, nos deja claro que nos considera esclavos, y encima nos señala a la mitad de los españoles, la ilusión se rompe, la dignidad desaparece, el liderazgo ya no se tolera, y la comunidad y la democracia se desvanecen. En el mejor de los casos seremos la Invercauld, y los hay peores: en la balsa de la Medusa acabaron devorándose unos a otros.

*** Fernando Navarro es exdiputado de Ciudadanos y exviceconsejero de Transparencia en Castilla y León.