Se trata de España

ABC 16/10/14
IGNACIO CAMACHO

· Cualquier fórmula que consagre la «singularidad» catalana afectará a la igualdad esencial de los ciudadanos españoles

BLOQUEADO por la ley el referéndum de autodeterminación, muchos espíritus biempensantes abogan por una solución negociada al «problema de Cataluña», que en realidad es el de los nacionalistas catalanes. Cataluña propiamente dicha tiene como comunidad más o menos los mismos problemas que la crisis ha causado en el resto de los territorios españoles, pero el nacionalismo los subsume inventando un conflicto mayor, único, que es la cuestión de la soberanía. Y exige una solución a medida para un problema artificial. Es decir, imaginario y caprichoso. Porque no se trata de un problema sino de una obsesión.

La salida convencional a ese conflicto inventado pasa al parecer por encontrar una fórmula jurídica o política que consagre la «singularidad» catalana. Es decir, la desigualdad de los catalanes respecto a los demás españoles. Una discriminación a su favor que anule la vocación igualitaria del marco legal vigente. Lo que nadie parece contemplar –salvo el Gobierno, y no siempre– es que las cosas se queden como estaban antes de que los soberanistas creasen a gritos un problema inexistente. Hay que avanzar, se dice, hallar una salida de ingeniería constitucional frente al «inmovilismo». Y esa salida ha de ser por fuerza la concesión a Cataluña de un statu quo particular que le dé prevalencia sobre el resto.

Como andaluz me alcanzó por poco la edad para votar en el referéndum de febrero de 1980. Aquella consulta –derecho legal a decidir– redefinió el modelo territorial de España y evitó una nación de dos velocidades que hubiese quebrado la igualdad esencial de los ciudadanos. El famoso «café para todos», hoy tan denostado, no fue un error sino un acierto que permitió establecer un proyecto común cohesionado; el error llegó después, también en Cataluña, con el abuso, la elefantiasis administrativa, el despilfarro autonómico. Lo que los andaluces votamos aquel día fue la voluntad de construir un país equilibrado en el que nadie tuviese privilegios por vivir o nacer en una región determinada. Y eso es lo que sigue en juego: la nación de ciudadanos en vez de la nación de territorios o la ficticia nación de naciones.

El ruido nacionalista y su constante presión no pueden distorsionar esa crucial realidad objetiva. Cataluña ya es distinta: su diferencialidad está reconocida en la Constitución y recogida en un Estatuto casi confederal. La entrega de nuevas franquicias políticas –otra cosa es negociar inversiones y un trato financiero justo– equivaldría a rozar la médula solidaria del sistema y arrebatarle o menguar derechos a los demás españoles. Es dudoso por ende que atempere a un Artur Mas en plena fuga hacia adelante ni que aplaque la crecida sentimental del independentismo. El debate soberanista no es una cuestión catalana, sino española. Es sobre España lo que toca decidir: sobre su cohesión social y su integridad democrática.