ABC 09/06/13
Indiferente siempre a los crímenes de ETA, Bilbao ha sido herida en su narcisismo nacionalista por un asesino globalizado
EL caso del pseudomonje shaolín Juan Carlos Aguilar parece salido del magín de Álex de la Iglesia, creador de la comedia negra bilbaína. Junto a sus ingredientes trágicos, tiene otros risibles (por ejemplo, el pretencioso misticismo del protagonista, alentado en su día por programas de éxito en grandes cadenas de televisión). Los bilbaínos –observaba hace unos días Santiago González– están más sobrecogidos por los crímenes de Juan Carlos Aguilar que por los de ETA en un pasado todavía reciente. Lo que, en cierto modo, es lógico. La violencia política forma parte de la cultura bilbaína desde la Restauración. Son los aspectos exóticos y cutres del caso del shaolín los que más desconciertan al vecindario.
Freud sostenía que lo siniestro aparece cuando lo que nos es cercano y familiar adquiere matices extraños y abominables. Juan Carlos Aguilar vivía en el segundo piso de la misma casa en cuya cuarta planta reside mi hijo mayor, un antiguo inmueble del Ensanche decimonónico. Contra lo que se ha afirmado en ciertos medios, el edificio, aledaño a la calle Hurtado de Amézaga en la que nació y vivió Blas de Otero, no está enclavado en la zona marginal de Bilbao la Vieja, aunque se halle próximo a la misma.
También la calle Máximo Aguirre, escenario de los crímenes de Aguilar, me resulta demasiado familiar, de puro conocida y transitada. Viví allí, con mis abuelos paternos. Se trata de una calle indiscutiblemente burguesa del Ensanche, junto al Parque de Doña Casilda de Iturrízar. Como todo el centro de Bilbao, alberga una población de edad avanzada y costumbres conservadoras, que vota mayoritariamente al PNV. Conviene tener presente estas circunstancias para evaluar el impacto de la noticia de la detención del falso shaolín y el descubrimiento de los restos de la otra mujer asesinada por éste la pasada semana.
En cierto modo, la conmoción causada por estos hechos tiene que ver con la repentina conciencia de que la marginalidad se ha desplazado hacia el centro. La burbuja social bilbaína no parece haberse sentido amenazada por los asesinatos de ETA, ni siquiera cuando estos se cometían en su territorio. El terrorismo había llegado a ser un elemento más del paisaje, o, lo que es peor, un rasgo de la cultura local, de lo que Otero llamó la «burda hipocresía» bilbaína (vuelvo a leer los terribles versos contra su ciudad natal en la edición definitiva de su poesía completa, que acaba de aparecer –por fin- en edición de su viuda, Sabina de la Cruz).
Pero esa Bilbao no estaba preparada para la mezcla de lo grotesco y de lo trágico que presentan los crímenes gratuitos de un embaucador globalizado que asesinaba prostitutas a pocos pasos del Parque de doña Casilda y del Guggenheim. Ha sido como el despertar furioso de un sueño de inocencia y victimismo político que preludiaba la paz del olvido. Como muy acertadamente observa Santiago González en su columna de ElMundo, el pasado jueves, las muertes del shaolín, inmotivadas, caprichosas, puramente libidinales, desvelan súbitamente otro horror, el de una prolongada serie de asesinatos mantenida a lo largo de medio siglo sobre el pretexto del «conflicto vasco».
La Bilbao tradicional ha recibido esta semana una herida de muerte en su identidad amurallada y satisfecha. En cierto modo, Aguilar representaba una versión oportunista del ímpetu falsamente cosmopolita de la ciudad nacionalista. Al final, ni monje shaolín ni nada de nada. Un destripador de antaño. Un sacamantecas. La épica abertzale de los años de plomo que buscaba su reinserción en un relato exculpatorio ha sido desmentida por la realidad en forma de comedia negra.