Nicolás Redondo Terreros-El Correo

  • Enrocarse en La Moncloa agravará todos los síntomas de incapacidad del Gobierno. La decisión política más correcta y lógica sería, por lo tanto, convocar elecciones cuanto antes

Ya hemos concluido el periodo electoral que amenazaba con hacerse tan interminable como insufrible. Unos han ganado, el PP; otros se dan por satisfechos al ser la derrota electoral menos abultada de lo que vaticinaban, haciendo de las continuas derrotas un dulce y adictivo afrodisíaco político. La candidata del PSOE en estas últimas elecciones, la mejor representante del ‘socialismo de los ricos’, que se preocupa más por el bienestar de los lobos que por el de los jóvenes españoles, destinados a sufrir una educación deficiente, unos empleos ¿continuos-discontinuos? y mal remunerados, ha aparecido radiante después de saber los resultados, proclamando victorias y derrotas electorales.

Olof Palme decía que no quería que desaparecieran los ricos, sino que no hubiera pobres. Hoy a la izquierda exquisita, la de los ricos y poderosos, no le importan los pobres si los puede incrustar en una estadística que le permita salir sonriendo en los medios de comunicación o les puede conceder la limosna de una subvención. El mejor ejemplo de este izquierdismo ‘cuqui’, que ha fracasado en las elecciones europeas una vez más, lo representa la otra vicepresidenta, encargada de las cuestiones laborales, ahora en estado de fija-discontinua cesante en su responsabilidad partidista, que se divertía en la Feria del Libro comprando ‘La abolición del trabajo’. Se la veía feliz y contenta después de su mejor aportación a la política española al decir «a la mierda» entre risas y violentos movimientos de melena.

Al día siguiente de las elecciones todo sigue igual. O tal vez peor. El Gobierno no tiene Presupuestos y las posibilidades de tenerlos parecen más remotas, vistos los resultados electorales de sus conmilitones y los trasiegos oscuros de los nacionalistas catalanes, empeñados en desdecir continuamente la salmodia de la concordia monclovita, que nos abruma a todos desde que empezó el debate de la ley de amnistía, recientemente recogida en el BOE.

Ahora es tiempo de pensar y, sobre todo, les corresponde esa ingrata tarea, que desborda los clichés de la propaganda, a los dirigentes socialistas. Los datos electorales indican que el PSOE ha mantenido su resultado por encima de sus previsiones íntimas, aunque por debajo de las del mago Tezanos, rascando una gran parte del electorado que se sitúa a su izquierda y un voto nacionalista presto a ayudar al socialismo cuando se trata de una campaña electoral nacional con sobredosis de radicalización política. Poco más podrá sacar el PSOE de esas exhaustas fuentes electorales si tenemos en cuenta la sobrecogedora carga sentimental a la que se ha sometido a la sociedad española estos dos últimos meses.

El panorama político que rodea al resistente presidente es desolador. Los partidos independentistas catalanes en estas últimas elecciones han perdido casi un millón de votos, Sumar se ha descuadernado como un suspiro, sometido a un liderazgo sin sustancia, y el PNV ha pasado a la tercera posición en el País Vasco. Con gran acierto Alfredo Pérez Rubalcaba denominó «gobiernos Frankenstein» a los que se constituían con estos socios y estos apoyos parlamentarios, pero viendo su situación actual bien podríamos denominarlo ‘Gobierno Drácula’, realidad que provocaría elogios merecidos al Ejecutivo socialista si no fuera porque se ha conseguido a cambio de la aceptación por su parte de las tesis más características de sus socios.

Prefiero que se propaguen mil bulos a que se instaure una censura oficial que defina lo que es cierto y lo que no lo es

En esas circunstancias, la lógica de las personas normales induciría a pensar que el adelanto electoral sería la mejor de las oportunidades que se le plantea a Sánchez. Aprovechando cualquiera de los previsibles acontecimientos políticos en Cataluña podría aparecer el presidente ante la ciudadanía diciendo «¡qué escándalo, qué escándalo, he descubierto que los independentistas siguen siendo independentistas!», remedando a Louis Renault, cínico jefe de la Policía en ‘Casablanca’.

Porque enrocarse en La Moncloa no solo no garantiza un cambio de tendencia, sino que agravará todos los síntomas de incapacidad del Gobierno, que tan evidentemente nos muestra desde su conformación. La decisión política más correcta y lógica sería, por lo tanto, convocar cuanto antes elecciones. Desde un punto de vista personal, la decisión sería la misma: o terminar cuanto antes la legislatura o un calvario a cambio de nada. Aunque ahí queda la pregunta sin respuesta que se hacía un eminente catedrático de Derecho Administrativo: «Si no pueden gobernar, si no tienen Presupuestos, si cada pacto con sus socios es como un dolor de muelas, si aprueba en el Congreso más resoluciones la oposición que el Gobierno, no sé qué alicientes puede tener para seguir en La Moncloa». ¿Solo seguir?

¡No! Seguir con pretensiones de llevar adelante una agenda todavía ignota, pero que me preocupa mucho porque de ella puede depender nuestra libertad. Este miércoles el presidente anunciaba un «paquete de calidad democrática», del que ya había hablado anteriormente de forma vaga aunque con un tono amenazador. Los jueces y los medios de comunicación, espoleados por personajes como Rufián, se han convertido en el objetivo del próximo curso político.

Esperando a ver de qué se trata, quiero dejar claras dos cuestiones. La primera es un convencimiento absoluto, radical: prefiero que se propaguen, que prosperen mil bulos y otras tantas inconsistentes difamaciones a que se instaure una censura oficial que defina, por encima de la ley ordinaria, lo que es cierto y lo que no lo es, lo que se puede publicar y lo que debe censurarse. Esa prerrogativa no la puede tener nadie y menos organismos que dependan de mayorías parlamentarias. En segundo lugar, siguiendo a Levitsky y Ziblatt, afirmo en estos tiempos de gran riesgo para las democracias representativas que «la mayoría de las autocracias del siglo XXI se establecen a partir de tácticas constitucionales duras. La erosión de la democracia se produce de manera gradual a través de una sucesión de medidas que parecen justas; nuevas leyes que en apariencia garantizan elecciones limpias, combaten la corrupción o crean un poder judicial más eficaz (…)» y, sin embargo, terminan limitando la libertad de los ciudadanos e impidiendo el rasgo más sustantivo de las democracias social-liberales: la sustitución pacífica de quienes nos gobiernan. Ejemplos tenemos, también en la Unión Europea.