Manuel Montero-El Correo

Un país como España, de 47 millones de habitantes, está en crisis irremediable y permanente, con avisos de catástrofe, a cuenta de que hay 2,2 millones que votan nacionalista, vasco o catalán

Todo lo demás se dice y se olvida. Sólo una cuestión resulta permanente en la sesión continua de arengas preelectorales o electorales que arrastramos: nuestra organización/desorganización nacional, multinacional, plurinacional, federal, soberanista, estatal o territorial, pues tenemos nombres diversos para nombrarla, según cada cual. También en las (breves) fases poselectorales: la política gira en torno a las soberanías y autodeterminaciones. El próximo Gobierno será alabado y/o vilipendiado según cómo aborde el asunto. De ello depende su propia conformación.

El papel estelar de las territorialidades contrasta con el sentimiento que al respecto tiene la gran mayoría de la ciudadanía, para la que ocupa un lugar muy secundario. Da por buena su inserción «territorial». Por lo común, sus apasionamientos, si los hay, no se refieren a insatisfacciones propias, sino que las generan, a la contra, las radicalidades independentistas. O, si simpatizan, se debe a afanes miméticos, la envidia por las identidades fuertes; o a la presunción de que todo irá mejor si esto revienta y qué mejor que la broca soberanista para empezar.

En la vida corriente la gente no está obsesionada porque los demás les reconozcan su personalidad colectiva, salvo los nacionalistas, a los que no se le hace cansino ir de vasco, catalán o español full time. El resto pasa. En general, los ciudadanos bastante tienen con lo suyo y no se dedican a imaginarse sacrosantas identidades propias, mucho menos a reclamar que el resto del país pase el día admirando cómo bailan la jota, de forma tan original y pintoresca, o por un idioma propio, cuya habla nadie cuestiona y el dinero público promueve. Tampoco la inmensa mayoría se dedica a exigir que el resto cambie la organización política para que ellos puedan disfrutar aún más sus singularidades e imponérselas a los vecinos que no las comparten.

Del discurso dominante se deduciría, sin embargo, que tal es la principal preocupación patria. La política gira alrededor de un eje que la mayoría no siente como una necesidad propia y al que incluso es refractaria.

Es la gran paradoja nacional. Nuestra gran división interna, la que amenaza la convivencia, resulta para la inmensa mayoría una cuestión secundaria. Es más: el asunto tiene importancia sólo en dos comunidades autónomas, pero ni siquiera en ellas la disconformidad autonómica conmueve electoralmente a la mitad de los ciudadanos. Pues bien, tales sectores tienen la máxima capacidad desestabilizadora.

Tal contradicción -una mayoría nacional rehén de una o dos minorías autonómicas- tiene su intríngulis y es de difícil explicación. De entrada, exige que entre los partidos nacionales haya cierto desprecio por la estabilidad, a la que no ven como una prioridad: en el gobierno, subordinan la política a mantenerse en el poder así que reviente todo, o al cortoplacismo de la tranquilidad que deja para mañana lo que cuesta arreglar hoy; en la oposición gusta pescar en río revuelto, operación que exige se revuelva el agua y qué mejor agua revoltosa que la territorial.

Al respecto, los partidos suelen presentarse vaporosos o draconianos, pero predomina la impresión de que todos hablan con el convencimiento de que estas palabras se las lleva el aire. Despotrican contra exterroristas y les piden luego el voto. Echan balones fuera, contemplando cómo los independentistas suben la apuesta sin que el gobierne formule posición propia, esa impresión que producía Rajoy de estar a verlas venir.

Cabe entender que los nacionalistas defiendan su idea de nación, la soberanía y la independencia, pero resulta incomprensible que los partidos que no lo son bailen al son que tocan los independentistas, de resultas de lo cual nuestra vida pública se convierte en el baile de San Vito. Y, así, un país como España, de 47 millones de habitantes, está en crisis irremediable y permanente, con avisos de catástrofe, a cuenta de que hay 2,2 millones (últimas elecciones) que votan nacionalista, vasco o catalán.

No parece que los interfectos sean particularmente avispados, aunque tampoco unos pardillos, por lo que tan peculiar fenómeno, según el cual el 8,5% de los votantes nos tienen agarrados por la yugular, se debe a circunstancias muy peculiares. Citaremos algunas de estas.

Pesa en primer lugar la incapacidad de nuestra izquierda y derecha para ponerse de acuerdo en nada. Son ideologías a la contra, construida sobre el mutuo repudio, por lo que la postura de una sobre la cuestión nacional genera la reacción opuesta del contrario, que la lleva a niveles programático. El nacionalismo radical podrá reinar mientras no haya ningún acuerdo nacional. Si no lo hace, es por su inclinación irrefrenable a las torpezas.

Está también el convencimiento de nuestra progresía -que gesta lo políticamente correcto- según el cual el nacionalismo soberanista está lleno de autenticidad popular y goza de un plus democrático. Eso le impide cuestionarlo, salvo cuando la apuesta va a mayores. Lleva después a olvidar los extremos desestabilizadores a los que llega.

De otro lado, los reticentes con la estabilidad constitucional ven en la nación nacionalista un ariete rupturista, sin muchas contraindicaciones gracias al entusiasmo de su militancia por todo lo que suene a negación del status quo y de la convivencia normalizada.

De esta forma la historia interminable no encuentra término ni asidero. No ha empezado la legislatura y seguimos con la bulla. «Metiendo mucha bulla y desempedrando las calles», escribió el clásico.