Terrorismo, presos y paz

La experiencia norirlandesa obliga a relativizar la influencia de los presos terroristas. Éstos fueron meros peones al servicio de los cálculos estratégicos de los líderes de una organización, que no tuvieron reparo alguno en manipular a sus activistas y a los familiares de éstos, comportamiento también apreciable en ETA.

A mediados de diciembre tuvo lugar en Barcelona un seminario con el siguiente título: ‘La cuestión penitenciaria en la paz de Irlanda: propuestas para una escenario de paz en Euskadi’. Según los organizadores del evento citados por el periódico ‘Gara’ se perseguía llevar a cabo un «análisis despolitizado» sobre un aspecto que en Irlanda del Norte «se convirtió en una pieza clave para facilitar el inicio del proceso de paz». Esta oportunidad no fue desaprovechada por el citado diario, que recogió los testimonios de algunos de los participantes con el fin de reproducir estereotipos ya habituales en la interpretación sesgada y poco rigurosa que del proceso norirlandés se hace desde algunos sectores de nuestro país. En unos momentos en los que la debilidad de ETA ha intensificado el debate sobre el futuro de los presos ante un hipotético cese del terrorismo, resultaba útil enfatizar la crítica a la política penitenciaria española mediante la comparación con la del Gobierno británico. En semejante contexto convenía resaltar la supuesta relevancia que la excarcelación de los presos norirlandeses habría tenido en el proceso de paz y el decisivo papel de éstos a la hora de decidir la interrupción del terrorismo. Bajo esta cómoda interpretación, en la que se confunden deliberadamente las verdaderas causas del alto el fuego del IRA, se adivinaba la búsqueda de un discurso referencial para ETA y su entorno que permitiría consolidar la creencia de que la liberación de sus presos es un requisito fundamental para crear un proceso de paz.

Sin embargo, la experiencia norirlandesa obliga a relativizar la influencia de los presos, cuyas voces fueron con frecuencia acalladas e ignoradas por los dirigentes del IRA cuando a lo largo de los años se cuestionaba desde las cárceles la idoneidad de continuar con el terrorismo. Sin duda los presos fueron meros peones al servicio de los cálculos estratégicos de los líderes de una organización terrorista que no tuvieron reparo alguno en manipular a sus activistas y a los familiares de éstos, comportamiento también apreciable en ETA.

Véase por ejemplo cómo a mediados de los años ochenta un grupo de presos del IRA solicitó el traslado desde la cárcel de Maze a otro centro, ante sus temores a ser agredidos físicamente por sus compañeros después de haber cuestionado la línea oficial impuesta por la cúpula, que mantenía la necesidad de continuar con la violencia a pesar de su ineficacia. Tommy McKearney, uno de los presos que dimitió del grupo por ese motivo, asegura que sus críticas fueron desvirtuadas y presentadas como un desafío hostil a la lealtad que el grupo exigía. Así quedó confirmado cuando una comunicación autorizada por el IRA circuló en la prisión describiendo a los ‘disidentes’ como «contrarrevolucionarios» y «gente que ofrecía asistencia al enemigo». Como los dirigentes del IRA recalcaron, no estaban dispuestos a tolerar que se socavara su autoridad en la cárcel, de ahí la abierta hostilidad hacia quienes la ponían en duda.

McKearney hizo tambalear los soportes de la violencia del IRA al plantear lo siguiente: «¿Se puede forzar al Gobierno británico a abandonar Irlanda como resultado de la presión pública o por la influencia de la fuerza física? A lo mejor la pregunta debería ser, ¿puede el Gobierno británico permitirse el lujo de ser forzado? En cualquier caso la respuesta es no». Es por ello significativo observar que los argumentos con los que en los ochenta McKearney y otros militantes defendieron la ineficacia del IRA, habiendo sido entonces desprestigiados por el liderazgo, no difieren sustancialmente de los que posteriormente los líderes del movimiento republicano utilizaron para justificar el alto el fuego y su participación en el proceso de paz. Si en esa época les valieron el ostracismo a algunos activistas, a comienzos de los noventa las mismas ideas planteadas por figuras próximas a Gerry Adams y Martin McGuinness recibieron otra consideración. En un artículo escrito desde la cárcel en 1992, Danny Morrison, un destacado miembro del IRA y de Sinn Fein, constataba lo que otros activistas ya habían reconocido antes: «El IRA nunca derrocará al Gobierno ni expulsará a las tropas de la Corona». Curiosamente el artículo fue censurado por el semanario ‘An Phoblacht’, órgano oficioso del IRA y de Sinn Fein.

La hipocresía de la organización terrorista y la falacia que atribuye a los presos del IRA un papel en el proceso que concluyó con el alto el fuego que no se corresponde con la realidad, se aprecian al recordar la postura del propio Morrison en relación con la posibilidad de iniciar un debate en prisión sobre una posible tregua. En una carta a Gerry Adams fechada el 17 de octubre de 1991 escribía: «Un debate es un error si se produce sin que el liderazgo haya tomado su propia decisión». Ello confirma que la opinión de los presos debía quedar supeditada a lo que los dirigentes decidieran corroborando la sumisión que los mandos reclamaban de los activistas encarcelados y que, en opinión de uno de ellos, eran tratados «como champiñones a los que se les alimenta con mierda mientras se les mantiene en la oscuridad».

A pesar de que en 1992 una comunicación interceptada por las autoridades británicas revelaba que determinados presos del IRA favorecían el alto el fuego, éste no llegó hasta 1994, cuando el grupo de personas que conformaban la cúpula así lo decidieron. Quienes desde Euskadi y otras regiones de España recurren al paralelismo con Irlanda del Norte con la intención de extender la opinión de que el fin de la violencia vino motivado por las concesiones que previamente los presos recibieron se verán decepcionados con el testimonio de uno de los encarcelados del IRA en aquella época, al que se le ordenó iniciar un debate «controlado y restringido» sobre la posibilidad de una tregua. Dicho debate debía limitarse a «un grupo de personas» que concluyeron que «debíamos acabar la guerra», sin que el IRA se encontrara en condiciones de imponer «condiciones» a cambio de tan histórica renuncia, puesto que «continuar con la guerra era inútil». Tan crudo convencimiento, idéntico al que alcanzaron recientemente seis presos etarras que concluyen de manera inapelable que ETA ha fracasado, siendo por ello preciso detener la violencia, expone lo incorrecto e interesado que resulta exigir como absolutamente necesarias transformaciones en las políticas penitenciarias gubernamentales a cambio de promesas sobre el final de las actividades del grupo terrorista.

Las dudas sobre la eficacia del terrorismo han constituido un poderoso incentivo tanto para presos del IRA como de ETA que han optado finalmente por el abandono de la violencia. En el caso del grupo irlandés ése parece haber sido el motivo que le llevó a aceptar la manipulación de los presos con el fin de escenificar lo que algunos de ellos definieron como «un chantaje emocional» con el que se buscaba el apoyo a un proceso de paz que en absoluto garantizaba sus objetivos. Uno de esos actos tuvo lugar en la primavera de 1998 cuando Sinn Fein propuso ante un congreso extraordinario la aceptación de históricos cambios en su constitución que el respaldo al Acuerdo de Viernes Santo exigía. Poco antes el propio grupo terrorista había reconocido explícitamente en un comunicado que dicho documento seguía sin garantizar el derecho a la autodeterminación y sus principales aspiraciones. A pesar de ello Sinn Fein reclamó el apoyo al texto valiéndose de la presencia de presos del IRA que habían permanecido más de veinte años en cárceles británicas y que recibieron un permiso especial de unas horas para asistir al citado congreso. Una antigua presa del IRA equiparaba a esos militantes con «cadáveres que regresaban al mundo de los vivos». La eufórica ovación que el auditorio les brindó evocaba a los recibimientos de los presos etarras tras su excarcelación, subyaciendo bajo la apariencia de éxito una dura realidad, como la citada activista sintetizaba: «El aplauso que recibieron era un reconocimiento del fracaso de treinta años de lucha armada. Fue un perfecto chantaje emocional para callarnos la boca. Después de una escena tan impactante como ésa nadie se atrevía a criticar el Acuerdo que Gerry (Adams) y Martin (McGuinness) nos estaban diciendo que debíamos apoyar».

Así pues, y al contrario de lo que indicaba una de las participantes en el seminario de Barcelona, los presos en Irlanda del Norte no fueron tanto «la clave para la solución antes y después del proceso de paz», sino más bien el instrumento con el que los dirigentes terroristas afianzaron su control del grupo a pesar del negativo balance que su gestión arrojaba después de décadas de terror.

Rogelio Alonso es profesor de Ciencia Política en la Universidad Rey Juan Carlos.

Rogelio Alonso, EL DIARIO VASCO, 30/12/2004