Tiempo de Jeremías, época de profetas

EL CORREO 30/11/14
J. M. RUIZ SOROA

· Uno de los patrones recurrentes es la tendencia española a la ‘fracasomanía’

José del Campillo, ministro ilustrado del siglo XVIII, escribió un curioso texto allá por 1750 titulado ‘Debe y Haber de España’. Pasaba revista a los defectos y virtudes que faltaban o sobraban en la sociedad y, al llegar a la letra ‘R’, escribía lapidario: «Hay de menos: realidad».

Señalaba así el ilustrado de hace ya casi tres siglos un rasgo recurrente en la sociedad española que se exacerba en alguno de sus momentos históricos: el de ser muy poco realista y, por el contrario, abandonarse en tiempos de crisis con facilidad a las ideas más extremosas y arbitristas. Y me parece que estamos entrando en uno de esos momentos históricos en los que España pierde el sentido de la realidad y se abandona a la pasión de la exageración.

No se trata de aceptar que existan los denominados «caracteres nacionales» que Caro Baroja demolió con efectividad, ni de creer en las «esencias nacionales» edificadas a prueba de milenios, ni en los pueblos que se mantienen fieles a sí mismos en el tiempo. No, se trata sólo de constatar que hay determinados patrones recurrentes en la historia moderna de España, como sin duda hay otros distintos en la de otros países, que obedecen a razones causales complejas enraizadas en la formación cultural de toda sociedad concreta (en su tipo de mentalidad). Y uno de esos patrones recurrentes, lo han señalado con asombro y perplejidad casi todos los hispanistas que nos ven desde fuera (por ejemplo John Elliott), es la periódica tendencia española a la autoflagelación colectiva y a la ‘fracasomanía’ o complejo de fracaso: es decir, al sentimiento victimista ínsito en la percepción de que todo el sistema ha fracasado, que el mundo institucional es un desastre, que hay que arrumbar con todo porque nada es sano, que nos rodea un tremendo y constante abuso de poder, que lo que ayer nos ilusionaba hoy ha decaído total y plenamente. Todo eso que está invadiendo hoy nuestra esfera pública como una marea imparable en forma de jeremiada constante no es nuevo, es un sentimiento recurrente en ciertos momentos de nuestra historia.

Decía Fernando Savater que «el problema no es lo que nos pasa, sino qué hacemos con lo que nos pasa». Conviene recordarlo. Lo que nos pasa no es tan grave, no es un derrumbe de nada, no es un mal ‘sistémico’ ni un final de ciclo como muchos exageran. Por ir a lo más llamativo, se está poniendo de manifiesto ahora un alto grado de comportamientos corruptos en la esfera institucional y política, pero ello no puede llevar a concluir que el mismo sistema político o institucional es ‘corruptógeno’. Aunque sólo sea por la realidad evidente de que es el propio sistema institucional el que está sacando a la luz y persiguiendo esos comportamientos: luego el sistema funciona. O, de otra forma, que si bien es cierto que el sistema económico ha experimentado una profunda crisis que se ha traducido en paro terrible y recortes generalizados, el propio sistema ha sido capaz de estabilizarse y mantiene todavía niveles de sociabilidad tolerables, por los cuales nos hubiéramos dado con un canto en los dientes no hace tantos decenios. Igual de realista sería observar que el bipartidismo agonista y asfixiante que hoy nos parece un desastre es algo que libremente hemos elegido entre todos. Que no es cierto que tengamos el gobierno «que nos ha tocado», como decía un opinante, sino que tenemos el gobierno que hemos elegido. Que esa misma ciudadanía preclara en la que se nos invita ahora a confiar como garantía de futuro es la que ayer eligió a los corruptos de hoy. La realidad es matizada, gris, compleja.

Pero si nos empeñamos en percibir lo que nos pasa como un caso del diluvio universal, entonces, ¿qué haremos? Pues lo que apunta ya, adoptar la opción castiza y conocida de la autoflagelación, el tremendismo, la fracasomanía, la explotación del victimismo y de la inocencia y, como consecuencia, del recurso a todos los tópicos manidos del regeneracionismo moralizante y apocalíptico. Los de los intelectuales del 98 durante el primer tercio del siglo XX, por ejemplo. Costa y Unamuno de nuevo. Es una opción que lleva, por un lado, a la denuncia moralista del mundo político e institucional como esencialmente corrupto y degenerado, unida al mesianismo de la solución sanadora. Solución mesiánica que puede encarnarse en un hombre (el ‘cirujano de hierro’), en la razón pura, o en el pueblo. El recurso al pueblo como sujeto pasivo del mal gobierno, que podría con su solo ímpetu de inocencia regenerar todo lo podrido es, desde luego, una recurrencia repetitiva por lo menos desde el ‘Cantar del Mio Cid’: «Dios que buen vassallo si oviesse buen señor». Se repitió en el pueblo que creyeron encontrar los liberales de Cádiz, y los republicanos de 1931. Siempre acabó en la frustración y la reacción.

Esta opción lleva implícita, inevitablemente, la exaltación del cambio como palanca multipropósito para la solución. El cambio es bueno, es positivo, qué hay de malo en ello, no sea usted inmovilista. Y además conecta con lo ‘nuevo’ y lo ‘joven’, ideas prestigiosas para todo mesianismo. Algo tan razonable en una ciudadanía consciente como preferir en principio la estabilidad al cambio, se considera poco menos que una traición o un pecado de cobardía signo de decrepitud. En el cambio y lo nuevo, sin explicar nunca medianamente bien qué cambio, cómo y con qué costes, se cifran todas las promesas de arreglo de los males del mundo. Cambiemos la Constitución para acabar con el bipartidismo, con el paro, con los recortes en educación y sanidad, con la desigualdad, dice la melodía que se va adueñando del aire. ¿Cómo, de qué manera, con qué costes? Eso da igual, la buena voluntad y el sano ciudadano lo sabrán solucionar a cada momento, no se preocupen. Primero cambiamos y luego lo pensamos.

Es la propuesta de los utopistas hodiernos: primero dennos el poder a los inocentes, luego ya veremos qué y cómo hacemos. Que una tal propuesta despierte ilusionado arrebato es algo que confirma lo que ya el bueno de José Campillo decía de España: «hay de menos: realidad». Porque lo peor de las utopías no es que sean utópicas, con ser ello un grave defecto, sino que siempre, pero siempre, vienen en una caja muy bonita pero … sin instrucciones de montaje. Y aunque suene poco exaltante, en la realidad los detalles del montaje lo son todo. Sin ellos, lo que probablemente podemos a base de inocencia es … hacer un pan como unas hostias.