Tiempos revueltos

JOSEBA ARREGI, EL CORREO – 21/11/14

Joseba Arregi
Joseba Arregi

· La indignación no es un argumento, sino un sentimiento, el asco no sirve para fundamentar ningún futuro, el hastío no es un proyecto.

Vivimos en sociedades de la comunicación, o sólo de la información, vivimos en una sociedad de supuestos cambios radicales, y además vivimos en una sociedad de corrupción que afecta a la credibilidad del sistema. El resultado es que vivimos unos momentos que bien merecen el nombre de tiempos revueltos.

Lo extraño es que admitiendo casi todos los analistas que nos hallamos en tiempos revueltos, haya tantos que crean saber cuál es la receta para hacer luz en la actual oscuridad e inseguridad. Lo que extraña es que para definir las recetas que solucionen los problemas del presente, haya tantos que crean estar en posesión del diagnóstico correcto de la situación, además de ser capaces de establecer con claridad las responsabilidades y los responsables, mejor los culpables, de los problemas actuales.

Pero todo ello es una contradicción: los tiempos son revueltos, pero al mismo tiempo es posible encontrar en ese revoltijo la claridad del diagnóstico, la corrección en la atribución de responsabilidades y la fijación del camino a seguir para superar los complicados problemas. Todo ello además sin contar con los mecanismos adecuados para la reducción de complejidad, función que según el sociólogo Luhmann caracterizaba a la religión. Y digo caracterizaba, porque oficialmente, en la opinión pública, la religión ha sido dada ya definitivamente de baja.

Creo, sin embargo, que lo único cierto es el hecho de que vivimos tiempos muy revueltos. Si los tiempos son revueltos, ello implica que no es nada fácil ni proceder a un diagnóstico claro, ni se pueden adjudicar con claridad las responsabilidades y las culpabilidades de la situación. Por eso, nada hay más complicado que formular recetas y soluciones para salir de la crisis, que es mucho más que económico-financiera, pues afecta a los pilares básicos de la cultura ya posmoderna.

En una sociedad y cultura que han hecho del cambio permanente una de sus características principales, en una sociedad y en una cultura que vive de la renovación continua, en la que un invento persigue a otro, en la que una tecnología queda obsoleta antes de haber llegado a ser una commodity casi, en la que se mide la opinión pública a diario, en la que se producen cambios radicales en plazos muy breves, casi diariamente, pretender estar en posesión de un diagnóstico claro no es indicativo de inteligencia y capacidad de análisis. Como máximo será exponente de atrevimiento, ignorancia y olfato de marketing para aprovechar la oportunidad estructuralmente fugaz.

Algunos analistas de la sociedad de la información y de la tecnología de la información hablan de que la premisa fundamental de todo ello radica en la capacidad de evitar el ruido: se comunica sólo si se desarrolla la tecnología adecuada para eliminar de los flujos todo aquello que distorsione el mensaje. Pero la propia tecnología de la información ha terminado creando una sociedad en la que el ruido, y no sólo el ruido físico que invade nuestras calles, urbanizaciones, lugares de ocio y similares, sino el ruido de la cantidad de informaciones o seudoinfor-maciones, llamadas de atención, publicidad directa, indirecta, subliminal, y su instantaneidad lo invade todo: ya no basta acceder a ese ruido una vez al día, sino que hay que hacerlo continuamente, estando en estado de alerta permanente, sin conseguir nunca el silencio y la pausa necesaria para ordenar todos los bits de información y hacer el esfuerzo para convertirlo en conocimiento.

Si se afirma que algo ha pasado a la historia definitivamente, se está queriendo decir al mismo tiempo que lo nuevo que surge nace con la pretensión de permanencia en el tiempo. Pero probablemente ni lo caducado está definitivamente caducado, ni lo que está naciendo puede pretender más duración que la propia de la cultura en la que nace: la duración del instante. La instantaneidad lo devora todo. Pero ello no es óbice para que los profetas del futuro hablen de tiempos favorables para una cosa o la otra –para la autodeterminación, para la democracia de consultas o para la reinvención del Estado–, no es óbice para que prometan tiempos nuevos sin tacha, para que profeticen la satisfacción de las múltiples necesidades de quienes vivimos en las sociedades de la crisis del bienestar.

El ruido supuestamente informático lo invade todo y nos tiene sometidos a su instantaneidad. Se ha superado el viejo adagio periodístico de que no hay nada más viejo que el periódico de ayer. No hay tiempo para la pausa, para el silencio, para el análisis. Por eso ya no se informa, sino que se juzga, ya no se dan datos para que el lector asuma la responsabilidad de formarse un juicio, sino que se entrega al mismo tiempo la condena correspondiente al juicio informativo. Nada queda en pie, porque aunque los mismos informadores se crean a salvo, están al servicio de empresas que, desde su enorme endeudamiento, están sometidos a la presión de no perder ni audiencia ni dinero, para lo cual todo es instrumento, también la forma de la información.

Se ha llevado a cabo, durante decenios, el destrozo de todo lo que pueda tener apariencia de argumento objetivo, de ideas razonadas, sometidas al debate argumentado, y en su lugar imperan los sentimientos, las posturas subjetivas y subjetivistas, las querencias, el simple y ¿por qué no? La indignación no es un argumento, sino un sentimiento, el asco no sirve para fundamentar ningún futuro, el hastío no es un proyecto. Y la historia enseña que los proyectos que se basan en la subjetividad, en la negación de la racionalidad, en la indignación, en el asco y en sentimientos parecidos han servido demasiadas veces para acceder al poder los representantes de proyectos ya deslegitimados por la experiencia histórica, que no tienen nada de nuevos y que casi siempre han terminado en la negación de la libertad de los ciudadanos y en más pobreza. La vorágine de lo siempre nuevo, del instante y de la subjetividad del sentimiento no permite ver lo fundamental.

JOSEBA ARREGI, EL CORREO – 21/11/14