Traumas

ABC 16/03/14
JON JUARISTI

· La mera conmemoración del 11-M reaviva la memoria del enfrentamiento civil al que dio ocasión

EL principal acuerdo tácito de la transición a la democracia –no estorbarla tirando de agravios abiertos desde la Guerra Civil– se lo llevó por delante el 11-M resucitando la división de 1936, algo que ni siquiera ETA había conseguido hacer en su casi medio siglo de terrorismo. Los revanchistas, que habían sido marginados a lo largo del proceso constituyente y que, pese a sus esfuerzos, no pudieron radicalizar a la izquierda durante las dos legislaturas del PP, encontraron por fin su oportunidad en aquel traumático fin de semana del 11 al 14 de marzo de 2004, cuando un tsunami de odio desatado contra Aznar encumbró a un perdedor nato cuyo programa solo a medias oculto consistía en cargarse los consensos básicos alcanzados en el pacto constitucional.

Lo llevó a término con tal rapidez y eficacia que, a finales de su primera etapa como presidente, podía afirmarse, esta vez con entera justeza, aquello que un correligionario suyo había proclamado veinticinco años antes, es decir, que tras el paso de los socialistas por el Gobierno a España no la iba a conocer ni su madre. Y es que, en efecto, la España de 2008 se parecía mucho más, en su índole moral y afectiva, a la de febrero de 1936 que a la de diciembre de 1978. No solo había desaparecido la izquierda liberal. También el liberalismo de la derecha se estaba desmoronando aceleradamente y emergía por todas partes lo más recalcitrante de un intratable pueblo de cabreros. Que te escupieran por haber ostentado cargos políticos con Aznar no tenía nada de sorprendente, dada la calaña del antifranquismo sobrevenido. Más curioso resultaba el hecho, que tampoco se me ha ahorrado experimentar, de que algún juvenil majadero (o majadera) de una derecha con mando en plaza te tratara como un guiñapo para recordarte que sus abuelos ganaron una guerra que tus padres perdieron. Al antifranquismo sobrevenido de la izquierda le correspondió así un franquismo atávico y pardillo que comenzó a asomar en un pijerío tan estólido como encantado de haberse conocido.

La sociedad española no ha superado la regresión al imaginario de la Guerra Civil que indujo, primero en la izquierda, y después, por reacción no solo defensiva, en la derecha, la matanza de Atocha. La crisis secesionista en Cataluña, el enquistamiento de ETA y de su entorno en la administración local vasca y navarra, la imposibilidad de pactar entre los partidos de ámbito nacional lo más mínimo en materia de política económica, relaciones laborales, prevención de la corrupción, educación, aborto, etcétera, proceden de aquel destazarse de la propia nación en la mañana del 11 de marzo de 2004 y de la incapacidad colectiva para soldar los pedazos. Solo entre los sobrevivientes de las generaciones que hicieron la transición (y que rebasan en su mayor parte la sesentena) puede encontrarse algo parecido a la nostalgia de una nación democrática, pero ese sentimiento no se ha transmitido a los más jóvenes, que han crecido inmersos en los nuevos resentimientos particularistas.

Por eso es un error la mera conmemoración del 11-M. Porque reaviva el trauma que propició el retorno destructivo de lo que la transición había reprimido consciente y deliberadamente: el otro trauma, el de la Guerra Civil. En los EE.UU., la conmemoración del 11-S refuerza la cohesión nacional, pues la respuesta a los atentados contra el World Trade Center fue la unión de demócratas y republicanos contra el terrorismo islamista. En España, ante el 11-M, sucedió lo contrario: una división incivil que convierte todos los recuerdos personales de aquel espantoso fin de semana de marzo de 2004 en vectores de un viejo rencor aparentemente inextinguible.