Tres eran tres

 

El respeto al procedimiento es la clave del Estado de Derecho y su grandeza, pero da la impresión de que lo único que pone de acuerdo a las dos Españas es que no importa que la Justicia prevarique, siempre que lo haga a nuestro favor.

No hay dos sin tres, debió de pensar San Pedro la segunda vez que oyó el kikiririkí, y otro tanto el juez Baltasar Garzón la segunda ocasión en que el Tribunal Supremo admitió una querella en su contra por la subvención de Querido Emilio al ciclo de conferencias por él organizado en la Universidad de NY. El cartero llamaba siempre dos veces, según James M. Cain, pero el gallo del Nuevo Testamento y el Tribunal Supremo acostumbran a llamar tres.

Y lo hicieron. Una Sala distinta, con una composición distinta a las dos anteriores, admitió por unanimidad una querella contra él. ¿La ultraderecha judicial? No parece. ¿Tu quoque, Perfecto Andrés? pregunta el juez tocado ya a los pies de la estatua de Pompeyo. Pues sí: también Perfecto Andrés Ibáñez.

Catorce días después de las primeras actuaciones de Garzón en el caso Gürtel, al decretar prisión contra Correa, Crespo y Sánchez, autorizó la interceptación de las comunicaciones de los detenidos con sus abogados. El Consejo General de la Abogacía criticó con mucha dureza el auto del juez. ¿Otro reducto franquista? No: el artículo 51.2 de la Ley General Penitenciaria que protege el secreto de las comunicaciones entre los presos y sus abogados, salvo «en los supuestos de terrorismo». Sostiene Garzón que entre los abogados había cómplices de los detenidos en la trama Gürtel, pero esa sospecha no le permite proceder de manera genérica e innominada grabando a todos los abogados con sus clientes. A partir de ahí, no hay estrategia de defensa a salvo del magistrado. O de la Policía.

Los defensores acérrimos del juez se agarran a las intenciones para disculpar sus instrucciones. O, sencillamente, para ignorarlas. Paolo Flores d’Arcais, el más brillante de todos ellos, escribió un hermoso artículo en El País lleno de sugerencias, pero que descansaba sobre una base tan endeble como «el rigor jurídico y moral que en todo el mundo democrático se le reconoce y por el que se le admira». El tono general lo daba ayer una comunicadora radiofónica: «¿Va a ser Garzón el único condenado por los crímenes del franquismo?» Los comprendo muy bien. Lo de Pinochet me hizo feliz. Yo mismo simpaticé enormemente con él en esa época sin preocuparme de leer el auto. ¿Para qué, si estaba ante un acto de justicia histórica? ¿Quién discutiría el derecho de nadie a recuperar los restos de un antepasado fusilado inicuamente, con perdón por la redundancia? Ignoró algunas cuestiones básicas: la competencia del juez natural, que la muerte del delincuente extingue la responsabilidad penal y el delito mismo y la Ley de Amnistía, claro.

Quienes reclaman para él inmunidad por la bondad de sus objetivos, rechazarían por fascista cualquier película de Charles Bronson o Harry ‘el Sucio’, personajes que trataban de hacer justicia sin mariconadas ni sutilezas. El problema es que si el sentido de la Justicia de Garzón está por encima de esas pequeñeces, nadie como él debe comprender a los miembros de los GAL que procesó e hizo encarcelar. El respeto al procedimiento es la clave del Estado de Derecho y su grandeza, pero da la impresión de que lo único que pone de acuerdo a las dos Españas es que no importa que la Justicia prevarique, siempre que lo haga a nuestro favor.

Santiago González, EL MUNDO, 26/2/2010