Tungsteno

ABC – 22/02/15 – JON JUARISTI

Jon Juaristi
Jon Juaristi

· El verdadero amor al mundo permite abandonarlo sin estridencias ni desesperación

Mi paisano, querido amigo y coetáneo Félix M. Goñi Urcelay, catedrático de Bioquímica y de Biología Molecular de la Universidad del País Vasco, amén de músico y pirotécnico consumado, me envía un estruendoso buscapiés a propósito de mi Historia Mí

nima del País Vasco (Turner, 2013): «En el capítulo “Fueros e Ilustración”, pág. 217, dices que los hermanos Elhuyar descubrieron el tungsteno. Donoso disparate, que diría el hidalgo. Lo que descubrieron fue el wolframio (símbolo químico internacional W), llamado tungsten en inglés por razones que ahora no vienen al caso. Para un elemento que se aísla en la Península ibérica, vas tú y le cambias el nombre». Blasfemia ésta, dice Félix, que no me perdonará hasta que yo confiese ser wolframio y no tungsteno el nombre del elemento en cuestión. El profesor Goñi tiene bastante razón, pero no toda. Efectivamente, lo que descubrieron los hermanos Fausto y Juan José Elhuyar fue lo que llamaron wolframio. Ahora bien, yo no he le cambiado el nombre. Por tungsteno se le conoce en buena parte del mundo –no sólo en el de lengua inglesa– aunque su símbolo sea, efectivamente, W.

Las razones o sinrazones del cambio de nomenclatura podrían venir al caso, pero es cierto que sería prolijo explicarlas. Lo que me ha dejado perplejo es comprobar que he utilizado el nombre tungsteno, porque lo que habitualmente hago cuando tengo que hablar o escribir de los Elhuyar es referirme al wolframio. Dicho lo cual, sólo se me ocurren dos hipótesis exculpatorias: que haya por medio una fechoría del travieso duende de la imprenta (que trocó en el mismo libro el apelativo de «O’Connell español», que dio a José Antonio Aguirre el canónigo Pildain en las cortes constituyentes de la II República, por el de «O’Donnell español», acaso por sonarle más la calle madrileña que el agrarismo irlandés) o que haya sido un lapsus mío en inconsciente homenaje al gran neurólogo (y químico) británico-estadounidense Oliver Sacks.

Sacks no sólo es uno de los más importantes científicos de nuestro tiempo, sino también un escritor excepcional. Auden consideraba su ensayo sobre la jaqueca ( Migraine, 1970) uno de los más bellos libros de la lengua inglesa. He leído casi todos los de Sacks. Musicophilia, que descubrí gracias a una conversación con el pianista Gustavo Jerez, me reconcilió con el paradójico destino de ser un daltónico del oído, un amuseo, pese a mi nutrido abolengo de músicos. Pero mi preferido es

Uncle Tungsten («El tío Tungsteno»), memorias de infancia en las que narra su iniciación en la ciencia, durante la Segunda Guerra Mundial, junto a su tío Dave, fabricante de bombillas. Sacks siempre llamó Tungsteno a su tío (y al wolframio).

El pasado jueves, Oliver Sacks, a sus casi 82 años, anunciaba en el «New York Times» su propósito de dedicar el tiempo –presumiblemente escaso– que consiga arrancar a un avanzado cáncer de hígado, a escribir, viajar y celebrar la amistad y el amor que ha tenido en abundancia. Y recordaba el ejemplo del filósofo escocés David Hume, que, durante su fase terminal, escribió una alegre autobiografía en una sola tarde: una pequeña obra maestra. Sacks, ateo como lo fue Hume, ha compuesto ya la suya: un texto o testamento breve, el del susodicho artículo, en el que desmiente que sin la perspectiva de vida eterna todo se convierta en una machadiana «pura fe en el morir». Y es que el verdadero amor al mundo permite a algunos abandonarlo, sin estridencias, desesperación ni estoicismos siniestros, afirmando –al modo de Sacks y de Hume– la confianza en la resistencia humana a la estupidez y al terror que, en adelante, corresponderá a otros asumir.