Turbinas

ABC – 30/08/15 – JON JUARISTI

Jon Juaristi
Jon Juaristi

· Sin los consensos pragmáticos de las castas, la única política posible es la guerra civil.

Mientras conversamos, como diría Antonio Machado, sobre esperanzas e impaciencias, Juan Pablo Fusi, que ha pasado el verano preparando su discurso de ingreso en la Real Academia de la Historia, rescata una metáfora aplicada por otro Antonio (Maura) a la política de la Restauración, pero válida también para el presente: «meter una turbina en el estercolero». Y es que, en efecto, la materia inmunda vuela hoy en todas direcciones y a través del espacio y del tiempo, pues no se trata sólo de desmantelar lo que queda del sistema, sino de enguarrar su historia. Toca una fase kaliyuga, habría dicho Ortega. Un tiempo de destrucción.

Todo tiene su momento: «su tiempo el destruir y su tiempo el edificar» ( Eclesiastés, 3,3). Construir requiere acuerdos, consensos de las élites políticas. El primero y más fundamental, el acuerdo sobre la forma de gobierno. En España, la aceptación de la forma monárquica fue previa a la Ley para la Reforma Política, a la amnistía y, obviamente, a las elecciones a Cortes Constituyentes de junio de 1977. Sin aquel acuerdo tácito e informal, pero tan sólido como un buen pacto entre caballeros (aunque no todos los pactantes lo fueran, ni mucho menos), la transición democrática habría resultado imposible. Se habría dado otra transición a no se sabe qué. Afortunadamente, nos la ahorraron.

Ahora los populistas hablan de una monarquía impuesta por el ejército. Mentira. A la monarquía autoritaria impuesta por Franco sucedió una monarquía democratizadora sostenida por las élites políticas del régimen y de la oposición antifranquista. Y por el ejército, claro está. Y, después, sólo después, por los sindicatos, las chirigotas de Cádiz y los clubs de fútbol modesto. Aquel modelo de construcción de un nuevo consenso nacional se asemejaba al de la Restauración, que comenzó con un pronunciamiento militar y siguió con un acuerdo de las élites que implicaba la cancelación de la fórmula del pronunciamiento mediante la aceptación de la forma monárquica y su consiguiente sometimiento a una constitución liberal. Sin embargo, la fórmula del consenso previo y tácito sobre la forma de gobierno la tomó Cánovas de la III República francesa, no de restauración monárquica alguna. En 1871, Thiers había afirmado que sólo la República podía unir a los franceses. Con lo de «franceses» no se refería a todos los habitantes del Hexágono, sino sólo a los notables, a las élites de los partidos. Y acertó: los notables legitimistas, orleanistas y bonapartistas aceptaron (tácitamente) la República.

Así se construyen los consensos nacionales: evitando pragmáticamente el recurso generalizado a la violencia sectaria. Las élites de la oposición antifranquista probablemente no se acordaban de Cánovas ni de Sagasta, pero sí, pues muchos de sus dirigentes más veteranos habían vivido el exilio en Francia, del De Gaulle de 1958 y de los difíciles comienzos de la Quinta República, con el país al borde de la guerra civil. Lo que quizá no supieran es que, en dicha circunstancia, De Gaulle se acordó del Thiers de 1871, cuando ofreció a los franceses la República (o sea, el consenso tácito y pasivamente otorgado) como condición previa a la constitución. Tales consensos preconstitucionales, expresiones primerizas de pactos de urgencia, son los que evitan la caída de los pueblos en el estado de naturaleza, al que los pueblos llegarían por sí mismos, de mil amores y a toda prisa, si no fuera por el pasteleo marrullero y pragmático de eso que llaman la casta. Y es que si hay algo más deletéreo para las libertades políticas que la corrupción, son los comités de salud pública que montan los especialistas en sumergir turbinas en los estercoleros.

ABC – 30/08/15 – JON JUARISTI