Un día en Las Carreras

Los de Euskadiko Ezkerra se reunieron a comer, alegres por verse, sin hablar de política, reconociéndose ya amortizados para la historia y satisfechos porque lo hicieron cuando lo tuvieron que hacer. Sin odio y sin ira, tranquilos, cuando el país se radicaliza y da vértigo, en un proceso de enfrentamiento que recuerda o apunta momentos trágicos del pasado.

Fue el mismo día en que se informaba de la nueva oleada de cartas de ETA pidiendo el impuesto revolucionario y en que EA y el PNV seguían sin ponerse de acuerdo sobre el Impuesto de Sociedades; el mismo día en que mucha gente se manifestaba en Pamplona, Osasuna le endiñaba una derrota agónica al Athletic y se comentaba el hecho más trascendental de la humanidad actual, el reconocimiento de la propiedad privada en China. Pues bien, en ese mismo día, los de Euskadiko Ezkerra -facción socialdemócrata: los que siguen enarbolando el recuerdo de su bandera- se reunían en comida de hermandad en el frontón de Las Carreras, como si de un encuentro de antiguos alumnos se tratase. Allí no estaban los hermanos Marx, sólo su alumno aventajado en humor surrealista, que es mi amigo Semáforo, quien empezó a contar lo bueno que era aquel, el de la mampara de la ducha…

La impresión inicial era la de un mitin del PNV, porque todos eran (éramos) viejos, calvos, gorditos muchos. Las señoras, mejor conservadas; ellos, un desastre. Alegres por verse, tranquilos sin hablar de política, reconociéndose ya amortizados para la historia y satisfechos porque lo hicieron cuando lo tuvieron que hacer. Facilitaron el Estatuto, facilitaron el encuentro de la izquierda, facilitaron la reinserción de los que querían dejar la violencia y se marcharon, pobres, pero honrados, para sus casas. Como Mario Onaindia vaticinó, pudieron meter la pata, pero no el cazo.

Es conmovedor descubrirse absolutamente amortizados, sin odio y sin ira, tranquilos, cuando el país se radicaliza y da vértigo, en un proceso de enfrentamiento que recuerda o apunta momentos trágicos del pasado. Curiosamente, los padres de los que ahora se dan golpes hasta en el paladar supieron enseñar a los de EE la validez y la grandeza de la convivencia democrática, y se lo enseñaron tan bien que fueron de los pocos en descubrir que la democracia no se instrumentaliza, que es un fin en sí misma. Los que no lo aprendieron fueron los hijos de aquéllos. Por eso, cuando este tipo de buena gente ha dejado la política y se encuentran están tranquilos consigo mismo, que es la única manera de estar tranquilos con los demás. Hubo versos de recuerdo a Juan Mari Bandrés y a Mario Onaindia, y Semáforo lagrimoteó de nuevo cuando éstos eran cantados -y si digo Semáforo quiero decir que muchos más lagrimoteamos-. A nadie se le ocurrió la mala idea de coger el micrófono y echar un mitin. Cada uno se fue con sus ideas.

Quizás el país (el grande y el pequeño) esté necesitado de muchos más encuentros, de muchos más reconocimientos mutuos, incluso de reconocimientos de los méritos del adversario. Lo que ocurre es que, dicho así, parece que es política, y lo es; es política de encuentro, que quizás no esté de moda en la actualidad por la existencia, después de treinta años, de modelos divergentes. Pues, entonces, mayor es la necesidad de encuentro, porque si brutal ha sido en nuestra historia el «viva las cadenas» de la reacción, tan brutal o más era el canto progresista del «trágala al servilón», por muchas razones que tuviera el progresista. Debemos descubrir que la historia se hace con el otro -no, como acabó descubriéndolo don Miguel Unamuno, entre los «hunos» y los «hotros»-, porque ambos somos, en gran medida, el resultado del otro.

Quizás me deje llevar por el lirismo del encuentro, pero hay que reconocer que tantas banderas por las calles de Pamplona -antes sólo enarboladas en las manifestaciones de los nacionalistas, especialmente de los que apoyan a ETA- nos van dando la medida de cómo se van armando los corazones. Porque, al menos en el pasado, tras las banderas venía la violencia, eran el símbolo que dirigía la horda hacia el enfrentamiento. Por eso las banderas son para ponerse nervioso.

Fue un día gris, pero menos, en el frontón de Las Carreras. No sé cómo fue el día en Pamplona, supongo que vibrante, con todos los manifestantes dispuestos a salvar Navarra, que es España, lo que da vértigo, de nuevo, tanto salvador. No sé cómo acabó la noche en San Mamés, supongo que deprimidos y pensando lo peor, que da vértigo también mirar al sumidero. Pero sé como acabó el día después de un ejercicio de amistad en Las Carreras: mucho mejor.

Eduardo Uriarte, EL PAÍS, 21/3/2007