Un respeto a Suárez

EL CORREO 29/03/14
JAVIER ZARZALEJOS

· Se repite que desmontó el aparato político del franquismo. Pero hizo mucho más: promover un marco político democrático que integró a todos

La desaparición de Adolfo Suárez evoca un periodo crucial y fascinante de la historia de España en el que un país salido de cuatro décadas de autocracia se enfrentaba a una encrucijada en la que sólo un camino podía llevar al futuro que deseaba la inmensa mayoría de la sociedad española. La Corona supo captar ese anhelo, y tuvo en Suárez un intérprete que construyó una obra política para hacerlo posible con acierto intuitivo y coraje personal.

Los años de la Transición democrática vieron cómo dos enemigos –el franquismo y el comunismo– volvían a encontrarse cuarenta años después. Los dos lúcidamente conscientes de su inviabilidad en la nueva sociedad española. Los dos forzados a asumir una realidad que resultaba lejana a su dogmatismo. Mientras Carrillo hacia profesión de ‘eurocomunismo’ junto con el francés Marchais y el italiano Berlinguer, en el otro lado, pocos creían de verdad que fuera posible un franquismo sin Franco. El nuevo tejido de clases medias había experimentado su propia transformación al margen del régimen, con deseos y aspiraciones que pasaban por el logro de un sistema político al estilo de las democracias europeas a las que queríamos parecernos. Si las Cortes del franquismo se hicieron el haraquiri aprobando la ley para la Reforma Política, el Partido Comunista, por su parte, no sólo asumía los elementos esenciales de un sistema democrático pluralista sino que contribuía decisivamente al fortalecimiento de éste con su apoyo a la Monarquía parlamentaria.

De Suárez se repite que desmontó el aparato político del franquismo. Y es verdad. Pero hizo mucho más que eso porque trascendió la sola labor de desguace para promover con éxito un marco político democrático que integró a todos. El recurso a la fuerza y a la exclusión del adversario esta vez quedaban felizmente fuera de la génesis del nuevo proyecto constitucional. La Constitución fue la Constitución del consenso. Su texto refleja bien los caminos tortuosos por los que a veces tuvo que discurrir el esfuerzo de acuerdo. Y contiene los verdaderos compromisos históricos que los españoles nunca antes habían sido capaces de sellar de forma duradera para dotarse de una marco de convivencia democrático.

Recordar con admiración la obra política de Suárez remite inevitablemente al valor de aquellos acuerdos que anudaron derechos, libertades, representación, pluralidad, ciudadanía en suma. Y ante la proliferación de propuestas de revisión que afectan a núcleo del pacto constitucional, ante las recurrentes invitaciones a ser ‘imaginativos’ frente a la norma fundamental, habría que preguntarse cuál de esas propuestas mejora los acuerdos del 78, cuál integraría mas apoyos, cuál sería un instrumento más útil para la convivencia.

Léanse los artículos 1 y 2, la definición de la monarquía parlamentaria o la disposición adicional que ampara los derechos históricos. La Constitución incorpora compromisos de una extraordinaria densidad política, histórica y normativa y no existe sobre la mesa ninguna alternativa que los supere. Por eso resulta un tanto tramposo recurrir al ejemplo de Suárez para desmentir la propia obra de Suárez. Exhortar a hacer lo que algunos suponen que haría el ex presidente fallecido es una conjetura gratuita. Es más, Adolfo Suárez hizo eso que hoy admiramos precisamente para que nosotros no tuviéramos que hacerlo. Él tuvo que actuar en la excepcionalidad de un periodo constituyente para permitir que los que vinieran detrás pudieran vivir en la normalidad de la democracia constituida. Para explicar la reforma –un cambio radical hacia la legitimación democrática del poder– el ex presidente utilizó la imagen de una casa en la que hay que cambiar la cañerías sin cortar el agua y sustituir la instalación eléctrica sin cortar la luz. Esa fue la complejidad de la obra y el mérito de quienes la llevaron a cabo. En esa casa restaurada los españoles han vivido de la manera más confortable que se puede recordar. El logro de Adolfo Suárez fue dar paso a la normalidad rutinaria de la democracia de la que él mismo fue la principal víctima política ya que concluida la Transición, se dio por concluido su tiempo y la tarea que le había tocado llevar a cabo. Suárez es la referencia para explicar la importancia del consenso y de los acuerdos que cimentan los sistemas democráticos. Lo que no es de recibo es utilizar la figura de Suárez para justificar como deseable un periodo constituyente a semejanza del que España vivió en 1978 o para exigir, lisa y llanamente, que se mire para otro lado mientras se somete a la Constitución a contorsiones para hacer que quepa en ella interpretaciones extravagantes o autodestructivas.

El justo reconocimiento de la figura histórica de Adolfo Suárez y la admiración recobrada por su obra política no debería hacer que nos llamáramos a engaño. Los mecanismos de transmisión generacional del sentimiento constitucional no han funcionado como deberían. Por eso se maneja el argumento peregrino de que la Constitución adolece de una suerte de déficit democrático al no haber sido votada por la generación actual y por lo mismo también ha aflorado una corriente de opinión que descalifica el pacto constitucional y la Transición como un compromiso de conveniencia forzado por los ‘poderes fácticos’. Donde veíamos reconciliación, ahora habla de olvido y donde la amnistía saldaba cuentas con el pasado, ahora denuncia impunidad. Exactamente lo contrario de lo que animó eso que tanto se ha elogiado estos días.