Jesús Cacho-Vozpópuli

Ni una semana sin una mala noticia para las empresas españolas. Ni una semana sin una nueva carga, una reglamentación fresca, alguna locura añadida salida del magín de un Gobierno enemigo de la actividad empresarial. Este miércoles hemos asistido a la firma de un “acuerdo contra la discriminación laboral del colectivo LGTBI+ en el trabajo”, acto en el que se dieron cita Yolanda Díaz, dizque ministra de Trabajo, y los inevitables comegambas Pepe Álvarez (UGT) y Unai Sordo (CC.OO.). Y la patronal. Sí, también los representantes de las patronales CEOE y Cepyme (pequeña y mediana empresa). Con un poco de vergüenza ajena. Con tanta vergüenza ajena que los líderes de ambas agrupaciones, Antonio Garamendi y Gerardo Cuerva, enviaron en su lugar a dos figurantes para que se comieran el marrón en su nombre. Cuerva incluso ha amagado con protestar: no tiene sentido hacernos la foto en un momento -ha venido a decir- en el que nos jugamos algo tan importante para el futuro de la empresa como es la reducción de jornada laboral, asunto “en el que no se está teniendo en cuenta en absoluto a las empresas”.

No se les tiene en cuenta, no pintan nada. Una señora que no ha dado palo al agua en su vida y que, por supuesto, no ha pagado una nómina, les puentea de forma miserable, pero nuestras patronales siguen acudiendo solícitas a hacerse la foto con la doña y sus sindicatos amaestrados allí donde el Gobierno se lo pide. Pero, ¿hay algún derecho que el colectivo LGTBI+ no tenga ya reconocido en España? ¿Alguna meta que el poderoso lobby gay no haya logrado todavía? Aseguran que la firma del miércoles tiene que ver con el desarrollo reglamentario de la “Ley 4/2023, de 28 de febrero, para la igualdad real y efectiva de las personas trans y para la garantía de los derechos de las personas LGTBI”, que obliga a las empresas a contemplar en los convenios colectivos cláusulas de igualdad de trato y no discriminación de esas personas; a impartir formación para evitar su discriminación en entrevistas de trabajo y ascensos; a incluir un protocolo para hacer frente al acoso y la violencia; a promover la “heterogeneidad de las plantillas para lograr entornos laborales diversos” (lo que equivale a decir que dentro de nada será obligatorio tener en nómina a un cierto número de “raritos”), y a favorecer en particular la integración del colectivo trans, que por lo visto es el peor tratado. Este monumental lío normativo, a añadir a la maraña de obligaciones que ya recaen sobre la empresa, será obligatorio en las sociedades con más de 50 trabajadores, pero en el fondo terminará afectando a cualquier pyme, puesto que obligatoriamente deberá trasladarse a todos los convenios.

Este monumental lío normativo será obligatorio en las sociedades con más de 50 trabajadores, pero en el fondo terminará afectando a cualquier pyme

Y todo esto ocurre, como antes se apuntaba, cuando Yolanda Díaz acaba de poner sobre la mesa la reducción de la jornada laboral, asunto de extraordinaria importancia para un colectivo que soporta unos de los costes laborales más acusados de la OCDE y que atraviesa por una alarmante pérdida de competitividad. Si la doña impuso en enero una subida del 5% del SMI, en julio pretende implantar ese recorte de jornada y hacerlo en plan ultimátum, manu militari. Ella ya lo tiene todo negociado con sus comisiones y ugetés, y si los empresarios se niegan a firmar lo que les pongan delante, peor para ellos: se lo encontrarán en el BOE el día menos pensado. En efecto, el pasado viernes 21 de junio, las patronales recibieron un borrador del anteproyecto de ley que contempla una reducción de la jornada laboral hasta las 38,5 horas semanales en 2024 y las 37,5 horas en 2025. Menos horas de trabajo y mismo salario, que de otra forma la cosa no tendría gracia. Ello ocurre en una economía que, como asegura el economista José María Rotellar, sufre un grave problema estructural concretado en “una ausencia importante de productividad y, a partir de ésta, de competitividad; somos menos eficientes, los costes son más elevados y logramos un menor valor de producción en relación al coste de los factores empleados. Y lo mismo pasa con la productividad del factor trabajo”.

Precisamente el miércoles 19 de junio, la Comisión Europea publicaba su informe de primavera afirmando en el caso de España que «la productividad laboral por hora trabajada sigue estando por debajo de los niveles pre pandemia y la brecha con respecto al promedio de la UE se ha ampliado significativamente durante la última década». La Comisión aludía a cuestiones como la debilidad del capital (físico y humano), el conocimiento (know-how), las trabas regulatorias y el funcionamiento de las instituciones como responsables de esa situación. Asuntos que sin duda escapan a las entendederas de la mujer, militante de CC.OO., en cuyas manos un Sánchez solo interesado en poder ha puesto la cartera de Trabajo. Pero, ¿cuáles son los títulos por los que la ministra, una reconocida analfabeta funcional, legisla en materia laboral? ¿Quién le autoriza a poner palos en la rueda de las empresas españolas? ¿A quién representa hoy la señora Díaz, cuyo “partido” se ha disuelto cual azucarillo menos de un año después de haber sido inventado? No representa a nadie, pero no importa. Fiel al palo y tente tieso de sus maestros comunistas, Yolanda quiere multar a las empresas cuyos trabajadores no cumplan esa reducción de jornada y, además, amenaza con elevarlas hasta los 10.000 euros por empleado, y ello sin la menor referencia a la capacidad de las compañías para asumir ese recorte horario y, más importante aún, sin atender a su productividad.

¿A quién representa hoy la señora Díaz, cuyo “partido” se ha disuelto cual azucarillo menos de un año después de haber sido inventado? No representa a nadie, pero no importa

Como es habitual cuando de nuevas imposiciones al colectivo empresarial se trata, las grandes siempre tendrán más fácil asumir las cargas con las que este Gobierno infame les castiga día sí y día también, al contrario de lo que ocurre con la pequeña y mediana, la parte del león del colectivo. En efecto, las pymes conforman el 99,7% del tejido empresarial español (o sólo el 1,18% de nuestras empresas cuenta con más de 50 trabajadores, según datos del ministerio de Industria). En efecto, la empresa española es un 23% menor que la europea, ocupa de media a 4,7 empleados frente a los casi 6 de la Unión. España es el tercer país de la UE con su tejido empresarial más atomizado, lo que sitúa a nuestras pymes como las menos productivas, con la única excepción de Portugal. Consecuencia añadida a ese escaso tamaño es la dificultad de acceso al crédito, la financiación a tipos interés más altos y, por tanto, la carencia de recursos para innovar e invertir en mejoras, además de para captar y retener talento.

Una característica especial de la empresa española es la enorme carga burocrática y normativa que soporta incrementada hasta el delirio en los últimos años por las Yolandas de este Gobierno de izquierda radical, asunto que se erige como el primer gran obstáculo a su crecimiento. En efecto, ningún pequeño empresario español quiere “hacerse mayor”. Superar los 50 trabajadores en plantilla supone hacer frente a cargas normativas muy superiores a las que soportan sus colegas europeos, entre ellas mantener a tres liberados sindicales dispuestos a hacer la vida imposible al patrón. La lluvia de nuevas imposiciones haría interminable el relato, aunque valga la pena citar los llamados “planes de sostenibilidad” -las obligaciones ESG (“environmental, social and governance”)- que la burocracia de Bruselas, responsable del raquítico crecimiento de las economías europeas, ha ido introduciendo como obligatorios para invertir en cualquier empresa, y que en los últimos años se han convertido en referencia de esa cosa llamada “inversión socialmente responsable”, una jerigonza a la que se han prestado las grandes, que ahora exigen (como la Administración para cualquier concurso público) a sus proveedores los dichosos planes de sostenibilidad. Ello por no hablar de los planes de igualdad, del registro salarial, del registro horario, del canal de denuncias, del protocolo de altas temperaturas, del de acoso sexual, del de desconexión digital… Además del “divertimento Trans” arriba descrito. Consecuencia de ello es que el empresario, sobre todo el pequeño, se ve obligado a perder buena parte de su tiempo tratando con abogados, más que a atender y mejorar su negocio.

Sin ánimo de ser exhaustivo, la pequeña y mediana empresa lleva 10 trimestres consecutivos soportando incrementos interanuales del coste laboral total superiores al 5%

Todo podría ser, a pesar de los pesares, superable, de no ser por el imparable aumento de los costes soportados por las pymes en los últimos años. Sin ánimo de ser exhaustivo, la pequeña y mediana empresa lleva 10 trimestres consecutivos soportando incrementos interanuales del coste laboral total superiores al 5% y al menos 6 años de subida constante de cotizaciones. Con uno de los tipos de cotización más altos de la UE, las bases máximas han subido cerca de un 20% en los últimos 5 años, y las mínimas más de un 50%. Por no hablar de un SMI que se ha incrementado en un 65% en los últimos años y que en algunas provincias se ha situado por encima del 80% del salario medio provincial, provocando de forma automática una tendencia salarial alcista, aumentando la conflictividad interna y elevando el sueldo de todas las categorías de la empresa, amén de afectar directamente a la negociación salarial. ¿Cómo se ha defendido el pequeño empresario ante este aluvión de costes? Pues reduciendo márgenes, no queda otra, o mejor dicho, viendo impotente cómo la abusiva intromisión de un Gobierno de extrema izquierda reduce sus márgenes hasta el punto de obligarle a cerrar el negocio en no pocos casos. Hablar de aumento de la productividad en estas condiciones no deja de ser una pura entelequia.

Ser empresario en España, sobre todo pequeño y mediano, que son precisamente los que crean la mayor parte del empleo existente, precisa de unas ciertas dotes de masoquismo y/o del espíritu servil de quien está dispuesto a lamerle las botas al Gobierno, porque espera ganar dinero aferrado a la levita de la izquierda radical que nos gobierna. Lo contrario es la alarma diaria, la incertidumbre normativa, el susto de los aumentos de costes, los cambios obligados de horario, de jornada, de condiciones laborales, la hemorragia del absentismo, la ampliación de las causas de nulidad del despido… El sobresalto nuestro de cada día. Mil asuntos acaparan la desastrosa actualidad española, pero nunca nadie escucha a este Gobierno -tampoco a la oposición, ciertamente- hablar, por ejemplo, de reducir en un punto, un solo punto, las cotizaciones empresariales a la Seguridad Social, ese lamentable impuesto al trabajo del que nadie quiere saber nada. Todo es palo y tentetieso. Un trágala detrás de otro. Ayer mismo Jesús Martín contaba en este diario que el 85% de los españoles está satisfecho con las horas que trabaja (encuesta INE). ¿Les ha preguntado doña Yoli si quieren trabajar menos? No, padre. Está tardando, por eso, el señor Feijóo en lanzar a los españoles la solemne promesa de que si algún día llega a la Moncloa, lo primero que hará será barrer de un plumazo esta pestilente hojarasca con la que esta izquierda reaccionaria y estulta pretende ahogar a la libre empresa en España.