Una orfandad

EL MUNDO 29/03/14
ARCADI ESPADA

Querido J:
Recuerdos sin retorno es el título del libro que el hijo de Manuel Vázquez Montalbán ha escrito sobre su padre. Me interesaba mucho y por tantas razones que ocuparían la carta por entero. No he perdido el tiempo. Es uno de los libros más tristes que he leído en los últimos años. Luego te diré por qué. Pero antes, y como la exhibición del yo es una de las garantías de objetividad más finas que exigía Orwell, debo decirte que tengo intereses en este libro y los despejaré primero que nada. Dice el hijo de MVM que yo solía pasarle el cepillo a su padre «cuando buscaba encontrar un lugar bajo el sol profesional» y que luego he sido «un tanto cainita» con él. La razón es, justamente, una de nuestras cartas, la del 27 de febrero de 2010, donde yo reprochaba al editor de una colección de artículos juveniles de MVM los gambeteos y la ocultación en torno a unos sabrosos párrafos de nuestro escritor dedicados a la conmemoración de los 25 años de paz. Esta carta, por cierto, ya provocó un comentario en la prensa socialdemócrata de una Maruja Torres en plenitud de sus facultades, cuando se refirió a mí como «una de las ratas más retorcidas que habitan en esta profesión, cuyo nombre les ahorro para que no vomiten». Volviendo al hijo: después de llamarme cainita por dedicarme, someramente, a la edición crítica de una antología literaria, se adentra en las razones: «Arcadi tendrá sus razones, aunque me temo que en gran parte son de índole personal e intransferible. El anticatalanismo es altamente nutritivo y económicamente beneficioso». Verás que lo más extraordinario es que la supuesta crítica a MVM se haya convertido, para el hijo, en una forma de anticatalanismo. Aunque en lo demás tiene toda la razón. A mí el anticatalanismo me ha ido bien, y en todos los sentidos y sólo hay que verme.

Exhibido el conflicto de intereses podemos ocuparnos de lo que importa, que es la tristeza. Ya en la alta cuarentena el hijo, el hijo único, va pasando las páginas del álbum de recuerdos: los viajes a Grecia, el cariñoso Juan Benet (sub Rosa), las largas y diezmadas sobremesas de Cruïlles, aquella tarde en la playa de La Fosca cuando llamaron de Triunfo a su padre para que pusiera en marcha aquel proyecto, la Crónica sentimental de España, el encuentro en el Zócalo mejicano entre el hijo que venía mezclado con las columnas zapatistas y el padre que iba a recibirle… Recuerdos, en fin, de un niño, y de un hombre, que era feliz con su padre, y donde no se atisba más conflicto que el propio de la felicidad: el estrés que causa pensar, gozándola, que pueda acabarse. Aunque quizá no sea exacto decir que no existe otro conflicto. De hecho, reptando silencioso y poco visible entre los párrafos aparece a vueltas la angustia. El medirse. El hijo explica que va probando con el cine, las novelas, con los artículos de periódico. Ha probado y no va bien. Pero el padre sigue ahí, a su lado. Con su laconismo e incluso sus sarcasmos. Pero sigue ahí. Se aprecia bien cómo el hijo confía en que su último triunfo en esta vida sea él mismo. La creación del hijo.
Hasta que el 18 de octubre de 2003 (yo estaba mirando la plaza Mayor de Salamanca desde la ventana de un hotel) le estalla el corazón a MVM en el aeropuerto de Bangkok. Un hombre como él dejaría infinidad de cosas a medio hacer: poemas, novelas, reportajes, yo qué sé. Pero lo crucial, para lo que nos interesa, es que dejó un hijo a medio hacer. A veces la escritura del libro muestra una irritación que sólo puede vincularse con esta obra parcialmente concluida: ¿por qué coño te moriste? MVM dejó un hijo a medio hacer, que es el que escribe este libro malogrado, torpón, descuidado, superficial, de una ramplonería ideológica asombrosa y donde los propios ajustes de cuentas parecen hechos con una pistola de agua.

Escribir es un trabajo mucho menos complicado de lo que la mayoría de la gente cree. Requiere práctica, fijarse en lo que uno hace y leer lo más que se pueda. Si además uno es trabajador, dispone de una cierta libertad, por corazón o por renta, y un poco de oído para las palabras, los resultados pueden llegar a ser espectaculares. Por lo tanto escribir estaba al alcance del hijo de MVM. No pudo ser, que dice la prensa deportiva. En las casas donde oficia una sombra grande se confía en que lo resuelva todo. Según fama, MVM oficiaba genial y obstinadamente desde la mañana temprano, preparando el desayuno y los sofritos de la comida y la cena mientras aliñaba una columna meramente oral y el resto de la familia iba desperezándose. Puede que el hijo confiara en que sus buenos oficios alcanzaran a su propio y anhelado oficio y su padre lo dejara convertido en lo que quiso ser siempre: un gran escritor, ¡mejor que su padre! Pero ya te he dicho que murió demasiado pronto, al menos para el ritmo de aplicación y aprendizaje que el hijo llevaba. Ha quedado una orfandad.

Una orfandad cuya prueba, de una luz que duele, es este propio libro, que enseña con el ejemplo la tremenda desgracia de que uno decida seguir el camino de su padre, y el camino se convierta en caminito. El borroso conjunto de recuerdos poco añade a la interesantísima vida, que algún día habrá de escribirse y que me entusiasmaría escribir, de un escritor que fue menos grande que importante. Pero tiene un valor extremo, y es el de mostrar hasta qué punto de autodestrucción puede llegar el hijo de un Gran Padre. El libro, en efecto, sólo es esta arrugada ofrenda: «Mira, papá, y perdona: esto es lo que no he sabido hacerte».
Sigue con salud,
A.