Vergüenza se escribe con v

ABC 15/09/14
FERNANDO GARCÍA DE CORTÁZAR

· Quienes se han manifestado el 11 de septiembre han podido ser también muchedumbre. Pero poco tienen que ver sus motivos con los que en 1977 sembraron la alegría, la cordialidad y el sentido unitario que nos han permitido a los españoles todos vivir en paz y libertad durante estos años. Que aquel hermoso proyecto de convivencia se desmantele nos preocupa

AUNQUE parezca que han pasado siglos; aunque parezca que ni siquiera nos encontramos en el mismo país, hace menos de cuarenta años y hablábamos aún de una parte indispensable de España llamada Cataluña. El 11 de septiembre de 1977, tras haber celebrado unas elecciones a Cortes en las que el nacionalismo había sido minoritario y el independentismo marginal, los ciudadanos se agruparon en la manifestación más concurrida, alegre, cordial y unitaria que se había conocido en la Barcelona del siglo XX. Hasta aquel día, solemne y festivo al mismo tiempo, nunca había podido verse un acontecimiento al que acudieran tantas personas. Para muchas de ellas, se trató de su primera experiencia de salir a la calle, y la potencia movilizadora de la Diada se expresó en una gran esperanza, que llenó las avenidas centrales de la ciudad para estimular con su energía el pulso aún vacilante del futuro de España.

Aquel afán de construir una sociedad democrática precisaba de una movilización masiva de los ciudadanos que exigían ser sujetos activos de la política nacional. Pero demandaba también la alegría con que los pueblos despiertan a la conciencia de su libre responsabilidad. Requería la cordialidad con que los manifestantes se referían a las aspiraciones fraternas que empapaban la atmósfera de aquella España en vísperas de la constitución de un Estado de Derecho. Necesitaba del espíritu unitario que permitió a todos los catalanes que aspiraban a un régimen de libertades sumarse a aquella inmensa demostración de fuerza y generosidad. Un millón de voces exigió la aprobación de un Estatuto de Autonomía. Un Estatuto que, como bien lo sabían aquellos independentistas que se negaban a reconocerlo, era alternativa explícita a cualquier atisbo de ruptura con España. En aquellos momentos, España fue consciente de la ejemplaridad de la ciudadanía catalana. Los demócratas españoles contemplaron el sentido de aquella exhibición con el orgullo de algo que les resultaba no solo familiar, sino propio: la madurez de una sociedad plural, la sobriedad con la que expresaba sus aspiraciones, el repudio de cualquier misticismo estupefaciente, el desprecio por la exageración y el desdén del victimismo. A aquellos catalanes de 1977 nadie podrá darles lecciones de esperanzas colectivas de libertad, ni nadie podrá regatearles los sacrificios sufridos para afirmar la unidad de la nación en la exigente y firme integración de su diversidad. Ahora, cuando tantos practican el deporte frívolo y malicioso de desdeñar aquel inmenso esfuerzo de convivencia, conviene recordarlo. Ahora, cuando se frivoliza la envergadura cívica y la estatura moral de quienes fueron capaces de romper con un régimen autoritario y dotar a España entera de la dignidad de una democracia constitucional, tenemos la obligación de velar por el buen nombre de aquellos hombres y mujeres, capaces de clausurar el mito de la incompetencia radical de los españoles para vivir en paz y en libertad.

Hay que hacerlo, sobre todo, para salvar nuestro futuro, tan necesitado de la movilización masiva, la alegría, la cordialidad y el sentido unitario con los que un millón de catalanes ocuparon las calles barcelonesas. Porque hoy las cosas están ocurriendo en un sentido contrario a la fe que movió las montañas de la intolerancia en la Transición. En el aquelarre legendario y embustero del independentismo catalán existe una perfecta congruencia entre las aspiraciones expresadas el 11 de septiembre de 1977 y la propuesta secesionista con la que lleva convocándose a los manifestantes últimamente, hasta llegar a lo que los separatistas han denominado «la Diada definitiva». Como si hace casi cuarenta años los movilizados hubieran tenido que morderse la lengua, embozar el corazón y disfrazar sus consignas, ocultando su independentismo a la espera de tiempos mejores. Como si quienes protagonizaron la Transición hubieran sido un puñado de cobardes entablando amena conversación con un hatajo de renegados.

Hay en el lenguaje y la estética del espectáculo secesionista una arrogancia del peor estilo: la que se reviste de humildad. Hay, también, un sectarismo del más bajo instinto: el que se disfraza de solidaridad. Y hay, desde luego, una farsa artificiosa de pésimo gusto: la que pretende ataviarse de naturalidad. El discurso del presidente de la Generalitat no parece pronunciado por la máxima autoridad del Estado en Cataluña, sino por el líder independentista de una nación ocupada, que se dirige a sus seguidores desde unos pocos metros cuadrados de territorio liberado. Su partido ha utilizado todos los recursos que la Constitución de 1978 y el Estatuto de 1979 le proporcionaban para llevar adelante un proyecto impensable en el momento inicial de la Transición. El sistema educativo fue convertido en una forja de almas templadas en el discurso identitario. Los medios de comunicación públicos fueron sometidos a un estricto control ideológico denunciado recientemente por el sindicato de periodistas, escandalizados por lo que ellos mismos han llamado el cruce de la línea roja que separa la información de la propaganda. Una cultura acostumbrada al uso natural del bilingüismo y a la tenaz defensa de la pluralidad fue rebajada hasta alcanzar el bajo nivel de una recelosa protección de su pureza y de su insolvencia para integrar las múltiples facetas de una sociedad viva y compleja. La ortopedia de la «normalización» no hizo más que someter la musculatura ideológica del país a una lamentable hipertrofia, en la que la cultura acabó teniendo los penosos resultados del culturismo.

Desde luego, el problema añadido ha sido España. Una España cuyos líderes la han abandonado a la condición de una mera denominación de origen, una administración sin alma, sin tradición y sin proyecto histórico comunes. Nadie desea vivir en un país sometido a la tensión mística a la que el secesionismo está aplicando a los ciudadanos de Cataluña. Nadie quiere una España recluida en el insensato fervor del discurso nacionalista, cuya despreciable clasificación entre «auténticos» y «ajenos a la comunidad» ha despojado de su significado el concepto de ciudadanía. Pero todos deseamos disponer de ese horizonte que también nos hizo salir a la calle en otros puntos de España, que nos hizo reconocernos como una nación en marcha, que nos dio la conciencia de la única soberanía verdadera: la de ser españoles libres e iguales en derechos. Por aquella España se combatió, enlazando con luchas iniciales de nuestra historia contemporánea. Frente a esta idea, frente a una Cataluña integrada en nuestra voluntad de perfección democrática, se manifiesta algo que no es en absoluto la voluntad de un pueblo. Es solo la tormenta perfecta, en la que confluyen la deliberada flaqueza de la conciencia nacional española, la deformación cultural impuesta por el nacionalismo y los efectos devastadores de una crisis que ha abandonado a tantos ciudadanos a su suerte, haciéndoles fáciles presas de la pasión secesionista.

Quienes se han manifestado el 11 de septiembre han podido ser también muchedumbre. Pero poco tienen que ver sus motivos con los que en 1977 sembraron la alegría, la cordialidad y el sentido unitario que nos han permitido a los españoles todos vivir en paz y libertad durante estos años. Que aquel hermoso proyecto de convivencia se desmantele nos preocupa. Que las ilusiones de ahora traten de equipararse a las de entonces solo nos produce esa vergüenza que siempre se escribe con V, aunque se trate de la vergüenza ajena.


FERNANDO GARCÍA DE CORTÁZAR, DIRECTOR DE LA FUNDACIÓN VOCENTO