Víctimas

No conviene dejarse llevar por una fácil ‘victimolatría’. Las víctimas tienen su papel en la erradicación de la violencia y la deslegitimación del terrorismo, cierto. Pero nunca podrá ser un papel protagonista ni relator: es el más humilde de ser testigos o símbolos. Un papel difícil, ante la tentación constante de intervenir en la refriega política.

El Estado de Derecho de los países liberales y democráticos nunca ha tenido un lugar especial para las víctimas de los actos delictivos violentos que se produjeran en su ámbito. Y esta ausencia no ha sido casual, ni ha constituido un olvido del Derecho, sino que se ha correspondido exactamente con la filosofía que hay detrás del tratamiento conceptual y práctico que se concede al fenómeno social del delito. En efecto, el delito no es catalogado como tal porque se trate de un caso de daño causado injustamente a otra persona (la víctima), sino porque supone una transgresión voluntaria del orden jurídico en que se fundamenta la convivencia de todos. Lo relevante para el Derecho no es el hecho de que se haya causado un daño concreto a alguien, sino la rebelión del infractor contra las normas generales.

En las sociedades antiguas era el daño inferido a otra persona el que se valoraba como crimen. El crimen era algo esencialmente privado, se traducía en una relación personal entre victimario y víctima, y era ésta última la titular del derecho a perseguir al culpable y exigir una retribución por el mal sufrido. O a perdonarle. Por el contrario, el Estado moderno valora la acción delictiva en tanto en cuanto se opone a un orden jurídico general, y lo que pretende al sancionar al delincuente es restaurar la plena vigencia del orden jurídico. Resarcir a la víctima es sólo una función complementaria y accesoria del Derecho, nunca la principal. Es por ello por lo que en el proceso penal los papeles protagonistas están atribuidos al delincuente al que se juzga y al Estado de Derecho que acusa y sentencia. La víctima tiene un papel excéntrico o marginal al proceso jurídico.

Ahora bien, en la política moderna ha tenido lugar un fenómeno peculiar, y es el de la revalorización (política) del papel genérico de víctima. Los ciudadanos se conciben a sí mismos como víctimas, la sociedad va poco a poco convirtiéndose en un conglomerado inestable de víctimas de todo tipo, y no existe mejor título de legitimación política para defender cualquier pretensión que el de presentarse a sí mismo como víctima de alguna injusticia, concreta o cósmica. Hoy en política nadie quiere ser víctima pero todo el mundo quiere haberlo sido en el pasado.

Este fenómeno político se ha trasladado al ámbito del Estado de Derecho y asistimos hoy algo perplejos al caso de que las víctimas de los delitos, sobre todo cuando son repetidos y colectivos, reclaman un papel protagonista en su persecución y tratamiento. Las víctimas se consideran investidas de una especial legitimación para formular sus opiniones, sus intereses y sus exigencias con respecto al fenómeno delictivo y todo lo que le rodea. Y, efectivamente, la sociedad mediática en que vivimos les concede una enorme atención, pone su foco sobre ellas.

Esta reaparición social de las víctimas tiene algún rasgo positivo, sin duda: las víctimas han estado en ocasiones muy escondidas y olvidadas (el terrorismo vasco es paradigmático al efecto); en otras ocasiones, han sido precisamente las víctimas las que con su presencia dolorida y su exigencia permanente de restaurar sus derechos, han contribuido al efectivo castigo de los culpables de crímenes odiosos (Sudamérica). Las víctimas han operado como ejemplos vivientes de los derechos humanos conculcados, han concretado con su humanidad doliente la configuración abstracta y objetiva del Estado de Derecho. Son y serán siempre un acicate permanente para activar a Estados de Derecho ausentes o insuficientes.

Y, sin embargo, creo que no conviene en este punto dejarse llevar por una fácil ‘victimolatría’ y llegar al extremo de configurar a las víctimas como protagonistas del proceso democrático de erradicación de la violencia y retribución por los delitos cometidos. Porque hay un fondo de razón muy evidente en la desconfianza con que el Estado de Derecho ha observado siempre la actuación de las víctimas: el hecho cierto de que se trata de personas concretas, cargadas por ello con todos los sentimientos e intereses propios de la subjetividad humana. No se trata de afirmar que el delito es ante todo una cuestión pública, mientras que el daño sufrido sería una cuestión privada. La distinción no se traza entre lo público y lo privado, sino entre la consideración abstracta y objetiva de la norma jurídica, y la visión concreta y subjetiva de la víctima. La relevante es la primera, y quien la protagoniza es la comunidad democrática de ciudadanos. Las víctimas son personas y su propio dolor las somete a constricciones evidentes, nunca serán jueces fiables.

Las víctimas tienen su papel en los procesos de erradicación de la violencia y deslegitimación del terrorismo, cierto. Pero ese papel nunca podrá ser, en un Estado de Derecho consolidado, ni un papel protagonista ni un papel relator: su papel es el más humilde de ser testigos o símbolos. Un papel difícil de mantener, ante la tentación constante de bajar a la arena pública e intervenir en la refriega política enarbolando el mal sufrido como título. Pero si así lo hacen, las víctimas no son ya símbolos de nada, sino unos simples ciudadanos más: y la sociedad podrá preguntarse por qué debería tenerles en cuenta más que a otros.

José María Ruiz Soroa, EL DIARIO VASCO, 12/4/2011