Miquel Escudero-El Imparcial

Toda guerra tiene un antes y un después. En nuestra posguerra de 1939, los vencedores se vengaron sin miramientos y con saña, de los declarados no adictos al Glorioso Movimiento Nacional. Fue una realidad que no depende de los números que unos y otros esgrimen por escrito. El espíritu de la guerra civil perduró hasta la muerte del general Franco y sólo la monarquía constitucional la superó y la dejó atrás, trayendo consigo libertades, democracia, amnistía, reconciliación, igualdad ante la ley. La memoria de la historia debe buscar -más aún si es reciente- verdad y ecuanimidad, lo que distintas fuerzas políticas rechazan. Cabe preguntarse por la democracia que había en España antes de la brutal Guerra Civil. ¿Hasta qué punto los violentos, del signo que fuera, eran tolerados y sus acciones tenían asegurada la impunidad, algo que siempre genera un efecto multiplicador?

Hay historiadores sectarios que convienen en que es mejor no saber. Esto significa que no tienen empacho en manipular a sus compatriotas y tenerlos engañados, una absoluta falta de respeto. Cabe saber que en los cinco años que duró la República se produjeron más de 2.600 muertes por violencia política. Es un dato atroz que contrasta con el alto nivel cultural y universitario que se alcanzó en ese período.

Dos meses antes de las revueltas de octubre de 1934, el ejemplar Julián Besteiro, catedrático socialista que presidió las Cortes republicanas, declaró al diario Luz su rotunda oposición al empleo de la violencia como arma política:

“La clase obrera no creo que ni aquí ni en ninguna parte ame la violencia. Pero tampoco creo en un triunfo social, por buenos que sean los deseos, sin choques y sin un elemento de tragedia. No es pura creencia mía. Se está viendo. Cultivar el trastorno por el trastorno no puede ser programa de ningún partido, y menos de un partido progresista. Pensar que de una perturbación va a salir espontáneamente una organización nueva es sencillamente una creencia supersticiosa”.

Sergio Campos y José Antonio Martín (Petón) son autores de una excelente monografía sobre la violencia en la preguerra civil. Un estudio documentadísimo, riguroso y veraz, que merece ser conocido y asimilado en reflexión. El título elegido, probablemente por la editorial, no es afortunado: Violencia roja antes de la Guerra Civil (Espasa). Sitúa de nuevo la cuestión entre rojos y azules, siendo como fueron tan distintos los matices en uno y otro bando; aunque se impuso el sistema binario de buenos malos. Este libro aporta la localización de una checa madrileña en la calle Antillón 4, un asilo infantil incautado donde se inventó el paseo. Una cárcel y centro de torturas que funcionaba en la primavera de 1936, meses antes del golpe de Estado de Franco. La dirigía una organización de ‘milicias antifascistas obreras y campesinas’ (MAOC), grupos paramilitares y parapoliciales que actuaban a plena luz del día para secuestrar y matar a quien quisieran. Nada tenían que temer, porque las autoridades miraban a otro lado.

Las consignas comunistas eran hablar de ‘autodefensa de masas’. “Camaradas, esta es una lucha a muerte. Vencerá el que más mate y quien antes mate”. La intimidación como el medio más eficaz de acción política. El espanto como marco de acción ante el enemigo. Un método que iba más allá de las ideas y labores de propaganda y agitación, era un código de conducta ejecutado por jóvenes ignorantes y fanáticos, absolutamente despiadados no ya para matar sino para torturar y mutilar con inusitada crueldad y alevosía. Recuerda Petón que las fuerzas monárquicas estuvieron conspirando con intención golpista desde el 14 de abril de 1931, pero que tanto en el número de asesinatos como en el método de eliminar al adversario la brutalidad comunista no tenía parangón con la de sus adversarios en aquel momento. Así se abrió de par en par la puerta de la guerra civil.

Campos y Petón dedican este importante trabajo “a los que desaparecieron sin que hayamos tenido jamás noticia de ellos. Los Aurelio Martín de la vida”. Los autores han ordenado el caos de la memoria mediante la fijación de unos hechos y la exposición de unos datos olvidados y arrinconados. Especificando víctimas y verdugos, conscientes de que algunos cambiaron de ideas, lo que no implicaba cambio en la manera de pensar.

José Escobar Valtierra, hijo del general Escobar fusilado por Franco en Barcelona, era un notorio falangista que murió en Belchite siendo teniente de las tropas franquistas. Al acabar la guerra, su hermano Antonio, oficial republicano, solicitó reunir los restos de su padre y de su hermano en el Valle de los Caídos. Franco sólo autorizó el traslado de José. Un gesto, destacan Campos y Petón, que muestra la idea que el dictador tenía de la reconciliación entre los españoles. El general Escobar sigue enterrado en Montjuïc.