Antonio Elorza, EL CORREO, 30/3/12
Faltaron esta vez hasta el final las palabras de monseñor Pedro Meurice, el arzobispo de Santiago de Cuba fallecido hace unos meses, que en enero de 1998 se saltó las convenciones diplomáticas y planteó abiertamente ante Juan Pablo II la durísima situación de los cubanos y en su bienvenida partió de lo que representaba el régimen para el futuro de la nación cubana. Algunos años más tarde, antes de que en 2007 abandonara la gestión de la archidiócesis por razones de edad, Meurice me explicó en una iglesia de Madrid, al lado del Tribunal Constitucional, esa visión suya de la realidad en la isla que iba más allá del rechazo del marxismo y de la lógica angustia que en él suscitaban la penuria de la población y la falta de libertad. Era la cohesión interna del pueblo cubano lo que el régimen quebraba día a día por debajo de la retórica. Con paisajes políticos cambiantes a lo largo de tantos años, la fractura, el dualismo esencial constitutivo del régimen de Fidel iba ahondando su labor disgregadora. Por eso en presencia del Papa Wojtila, Meurice, el antiguo colaborador del arzobispo Pérez Serantes que salvara la vida a Fidel tras Moncada, habló en nombre del «alma de una nación que anhela reconstruir la fraternidad a base de libertad», recordando que «la nación vive aquí y vive en la diáspora», entre «el exilio exterior y el interno». Hablaba en nombre de «aquellos cubanos que no encuentran sentido a sus vidas» bajo «la despersonalización que es fruto del paternalismo» y recordaba que «los más pobres entre nosotros son aquellos que no tienen el don preciado de la libertad».
El recuerdo es obligado si pensamos que el saludo al Papa del arzobispo Meurice solo pudo pronunciarse con la aquiescencia del entonces pontífice, y que ante la reciente visita del Papa Ratzinger han sobrado comentarios en los cuales se explicaban sus reticencias por el sentido de la realidad del Pontífice, que no hubiera podido efectuar la visita de no haber aceptado las restricciones impuestas por Raúl Castro. El vacío fue cubierto con generalizaciones fundadas sobre la identidad ideológica: contra el marxismo (pero sin referencia alguna al comunismo realmente existente en la isla), a favor de los presos (pero de todos los presos, lo cual es muy evangélico, pero nada comprometido) y en defensa de la libertad como camino único para alcanzar la verdad, durante la misa en la Plaza de la Revolución, citando las persecuciones de Nabucodonosor en Babilonia. Decir que Cuba y el mundo necesitan cambios, pudiera haberlo suscrito Raúl Castro, aunque no la referencia a quienes se encierran en su verdad y pretenden imponerla. Una oscilación pendular que únicamente se concretó durante la misa al exigir la libertad religiosa. Solo en la despedida, en pleno aeropuerto, Benedicto XVI pronunció palabras rotundas, que enlazaban con las de Meurice en 1998: «Que Cuba sea la casa de todos los cubanos, donde convivan la justicia y la libertad». La cuestión es si este pronunciamiento fue transmitido en directo a la población cubana por televisión; desde luego, no por el periódico oficial ‘Granma’, con lo cual la profesión de fe democrática hubiera llegado sobre todo a los oídos de quienes no la necesitan en el exterior de la isla.
No ha de extrañar la frustración mostrada tras la visita por las publicaciones digitales cubanas en nuestro país, tales como ‘Diario de Cuba’ y ‘Cuba Encuentro’, después de colocarse inicialmente a la expectativa. Habría sido la del Papa, según ‘Diario de Cuba’, «una responsabilidad traicionada»: «La Iglesia católica calla ante la represión y renuncia a recibir a los opositores», resume. Nadie esperaba que Ratzinger llegara a Cuba con un llamamiento a la insurrección democrática en la mano, ni que considerara las limitaciones inevitables. Pero no tenía en cambio sentido ceñirse a recabar mayor margen de actuación estrictamente religiosa al clero, si la contrapartida era otorgar en definitiva su bendición a un régimen que durante décadas persiguió a los católicos, y que aún en fecha reciente ha detenido a los democristianos opositores e impedido sus publicaciones y reuniones. Además, la situación de Cuba no es ya la de 1998. Con la espada de Damocles de la enfermedad del proveedor Chávez sobre la cabeza, resulta mucho más frágil, y en consecuencia más necesitada de apoyos exteriores.
A pesar de la debilidad endémica del catolicismo en Cuba, la primera visita de un Papa supuso un golpe de aire fresco, al presentarse ante la sociedad cubana un líder mundial, vencedor en su país del comunismo, y portador de una identidad política y cultural opuesta al régimen. Pegar en el exterior de la casa un póster de Juan Pablo II constituyó una afirmación ideológica. Su consigna de que Cuba se abriese al mundo y el mundo a Cuba equivalía a proponer sutilmente un vuelco general, bien distinto del ambiguo deseo antes citado de que Cuba y el mundo cambien ambos, proclamado por Benedicto XVI. No hablemos de la propuesta continuista de que «es preciso seguir adelante y deseo animar a las instancias gubernamentales a reforzar lo ya alcanzado y a avanzar por este camino…». El antiguo alumno de la Compañía de Jesús que es Raúl Castro debió de sentirse feliz.
Así las cosas, resultó tristemente lógico que no recibiera a nadie de la oposición, ni siquiera de la católica del Proyecto Varela, ni por un minuto a las Damas de Blanco, y que por propia iniciativa desease entrevistarse con Fidel, quien se permitió tomarle el pelo («¿qué hace un Papa?»). Ahora Raúl Castro podrá poner en la calle a algunos detenidos; tanto más fácil cuanto que lo fueron, según el esquema dictatorial clásico, para impedir cualquier actuación suya durante la visita papal.
Antonio Elorza, EL CORREO, 30/3/12