José María Ruiz Soroa-El Correo

  • El pasado solo vuelve cuando alguien con peso lo trae de vuelta. En Euskadi, ¿ven ustedes a alguien con fuerza interesado en ello? ¿O más bien en lo contrario?

Fue la siempre sensible pluma de José Luis Zubizarreta la que tuvo que señalar, pocas horas antes de las votaciones, el contenido moral de las elecciones. Porque cada uno de los votantes, y con ellos la sociedad vasca entera, iba a efectuar una especie de autocontrol. Nada menos que el control o examen de su grado de dignidad. La cual no consiste, según formulación clásica del filósofo de Könisberg, sino en la propiedad innata de todos los seres humanos de merecer ser siempre tratados como fines en sí mismos, nunca como simples medios para lograr otro interés. Y sucede que en nuestro pasado como sociedad existieron unos, muchos, que subordinaron la vida de sus conciudadanos a la consecución de un fin mundano, la independencia del país. Existió el terrorismo y duró mucho. No tenerlo en cuenta implica una opción moral, la de ignorar la ausencia de dignidad.

Se votó. Y ahora podemos afirmar con rotundidad que aquel terrorismo está política y socialmente amortizado, que la sociedad no lo tiene como parte de su memoria operativa. Es un pasado muerto, sobre todo entre la juventud; un pasado que no vuelve porque no se quiere ya pensarlo.

Que aquellos que tienen el terrorismo en su genealogía y que por eso ni siquiera lo reconocen como tal, sino que lo justifican como «lucha armada», hayan llegado a sumar el voto de una tercera parte de los ciudadanos y se anuncien como la alternativa de futuro al nacionalismo más tradicional nos retrata como sociedad. Más aún, incluso el hecho de que el mundo político vasco se haya vuelto todo él de color nacionalista, a pesar de que el terrorismo bebió precisamente de su ideología etnicista, y a pesar de que en su praxis el nacionalismo moderado siempre comprendió a los terroristas como partes de un «conflicto», es una potente indicación de que la sociedad vive la política ‘como si ETA no hubiera existido’.

La historiografía se había preparado a conciencia (ahí está la dedicación fructífera del Instituto Valentín de Foronda en la UPV) para poder dar respuesta cumplida a la supuesta inevitable pregunta que las nuevas generaciones iban a hacer al contemplar el pasado reciente: ‘¿Cómo pudo pasar esto?’. ‘¿Cómo hicisteis lo que hicisteis?’. Las respuestas, incómodas y dolientes, estaban preparadas, pero… resulta que nadie hace las preguntas. No hay hermenéutica del pasado porque no hay cuestión sobre su contenido. La cuestión a investigar no es ya la indignidad pasada, sino el rechazo actual de la sociedad a saber del pasado reciente, la indignidad actual. Eso es lo intrigante: no por qué y cómo actuó el terrorismo etarra, sino por qué la sociedad actual lo declara un hecho irrelevante para la ‘comprensión vasca del mundo’. A pesar de que ese hecho es lo más importante que nos ha ocurrido en el pasado reciente y a pesar de que, en último término, el mundo vasco no sería como es (tan escorado como es) si no fuera por el terrorismo pasado.

¡Qué lejos y anticuadas quedan las supuestas ‘querellas sobre el relato’ que nacionalistas y constitucionalistas íbamos airadamente a mantener! A la hora de la verdad, sucede que a la sociedad el relato le importa nada, ni siquiera entiende muy bien qué es lo que relata.

Hay quien lo anunció hace tiempo: una sociedad que en su momento, cuando los muertos estaban delante, prefirió mirar para otro lado y no ver al prójimo asesinado y menos aún a su asesino, esa sociedad no iba a reconvertir su esencia y ponerse a indagar sobre los hechos indignos cuando los muertos son ya tan solo placas y memoriales y los asesinos, simpáticos retornados. Lo más característico del modo de ser vasco es su acusado pragmatismo, su desdén por los ideales cuando estos no dan de comer al caserío, su capacidad de adaptación a las circunstancias usándolas para su interés práctico. Y el mayor interés de la sociedad, nos dicen hoy, es su cohesión, no su capacidad crítica. Así que… vengan gabarras y dejen el pasado divisivo donde está; no sirve a nada útil.

Andoni Unzalu, y muchos historiadores con él, creía y defendía que la desaparición del terrorismo de la memoria colectiva vasca era una etapa transitoria, una etapa que también había tenido lugar en otros lugares con respecto a su pasado indigno, como Alemania, España o Francia, pero que luego una nueva generación sacaría el pasado del desván y lo pondría de nuevo a examen. De otra forma no se cerraría, pensaba, ese pasado y sus heridas. ‘Beatus ille’. Porque el pasado solo vuelve cuando alguien con peso lo trae de vuelta, cuando alguien ‘no lo deja pasar’.

Y en esta Euskadi nuestra, ¿ven ustedes a alguien con fuerza que esté interesado en ello? ¿O más bien en lo contrario?