El casi inesperado triunfo de Ciutadans tiene un significado que trasciende el decadente escenario catalán y lo coloca en el medio de la muy preocupante escena española. Su proeza ha consistido en animar a un conjunto suficiente de votantes para votar contracorriente. El hartazgo de la letal mezcla de nacionalismo más clientelismo (y corrupción) comienza a ser activo.
Ya disculparán los más estrictos el título un poco gamberro, pero algún derecho a la expansión tenemos los que llevamos tantos años asegurando –a veces contra nuestro propio escepticismo- que era posible hacer algo en la política española teniendo en contra a lo más granado del establishment patrio, a saber: partidos parlamentarios –claro-; periódicos, televisiones y radios; listos y enterados en general; pereza y pesimismo ciudadano.
Que CdC haya conseguido tres escaños en Cataluña no es baladí, sino algo que la mayoría de los interesados apenas nos atrevíamos a desear en voz alta, no fuera a ser que les contagiáramos nuestra arraigada predisposición a la derrota, el desengaño y la pifia. Por eso, muchos –me atrevo a hablar en su nombre- nos sentimos muy consolados de tantas noches tristes por este nada modesto éxito, comenzando por aquella noche nefasta del año 2001, cuando el PNV se apresuraba a quemar papeles comprometedores ante la, en apariencia, imparable acometida del efímero tandem constitucionalista vasco de Mayor Oreja y Nico Redondo.
Me alegro infinito de que algunos amigos –Arcadi Espada, Albert Boadella, Francesc de Carreras, Félix Ovejero, Félix de Azúa, Xavier Pericay…- sean dispensados de atravesar el amargo trance que otros tuvimos que padecer tras la pequeña pero desestabilizadora derrota del constitucionalismo vasco, cuando la población de buitres del Reino, en imparable expansión, vino a regodearse en nuestros restos machacados y extendidos en el campo de batalla electoral, encabezados por varios miserables célebres pero todopoderosos en el mundo de la prensa progresista –o sea, que progresa en círculos viciosos.
Dicho esto, es evidente que el casi inesperado triunfo de Ciutadans tiene un significado que trasciende el decadente escenario catalán y lo coloca en el medio de la muy preocupante escena española. En primer lugar, porque se han impuesto al cóctel letal de fatalismo, conservadurismo y oportunismo que han destilado casi todos los medios informativos –bueno, es un decir- en la campaña catalana. En segundo lugar, porque es la primera prueba práctica de que los canales alternativos a los dominantes, internet evidentemente, comienzan a carcomer ese escandaloso monopolio de la información –de nuevo, otro decir- bovinamente vehiculada por los grandes e intimidatorios grupos de comunicación e influencia. En tercer lugar, porque su proeza ha consistido en animar a un conjunto suficiente de votantes para votar contracorriente cuando todo conspiraba para convencerles de que su gesto quedaría en eso, en mero e inútil gesto testimonial. El hartazgo de la letal mezcla de nacionalismo más clientelismo (y corrupción) comienza a ser activo.
No ha sido pequeña satisfacción contemplar la cara de tontos, esta vez genuina, que llevaban los grandes locutores y analistas de las principales televisiones patrias -¡ay Gabilondo, Sopena y compañía!- al tener que ocuparse de un partidito prematuramente amortizado por ellos como inviable y prematuro, según expresaba de modo elocuente, antesdeayer, el ridículo gesto publicitario de excluir a Albert Rivera de la foto de la “viga flotante” (ridícula metáfora icónica de la “construcción de Catalunya”) donde se apiñaban los cinco representantes del establishment catalá, Piqué inclusive. Ni siquiera tenían preparadas conexiones con la sede de CdC, improvisadas a toda prisa.
Encuentro además otro motivo de satisfacción adicional en el hecho de que no hayan acertado quienes pronosticaban el fracaso de CdC por efecto de la “deserción” de sus personajes más famosos. Era una apuesta arriesgada, y por eso es aun más importante que haya salido tan bien. En efecto, si como tantos exigían hubiera sido Boadella el primero de la lista por Barcelona, ahora tendríamos toda clase de idénticas explicaciones en el sentido de que CdC se habría beneficiado de los efectos de la cultura del espectáculo, de modo que el nuevo partido no aportaría nada realmente nuevo a la proclamada renovación radical de las reglas de la política. Por eso mismo cobra más valor la valiente decisión de Ciutadans de ignorar estas llamadas a la cordura del hábito conocido en beneficio del riesgo de una decisión radical, la de encabezar las listas con candidatos jóvenes, desconocidos y por eso mismo dudosos. ¿Qué mejor garantía que esta arriesgada opción de que son sinceros cuando prometen romper las reglas de omertá y demás prácticas mafiosas de la política catalana y española en general?
Finalmente, el gran derrotado de la jornada catalana tiene nombre y apellidos, y habita en La Moncloa. El descenso de votos del PSC, el mayor de todos los registrados, en beneficio de los partidos nítidamente nacionalistas y de la abstención –pues el PSC pierde unos 250.000 votos frente a los menos de 90.000 meritoriamente conseguidos por CdC-, no sólo confirma la teoría del efecto negativo de apostar por ser una mala copia de un original enteramente disponible (el nacionalismo), sino que deja en su lugar la todavía demasiado elogiada astucia, originalidad y habilidad política de ZP, ese genio. Como en las votaciones del Estatut o la de Estrasburgo, la gente no entiende o no acepta esa estrategia basada en poco más que un disimulo relativista y un personalismo cesarista sin límites ni objetivo comprensibles, aparte del de mantenerse en el poder como sea. Habrá sin duda tiempo de pensar en estas cosas. De momento, es hora de reiterar la felicitación a CdC y de animarles, claro está, a convertirse en un partido nacional en toda España -que no nacionalista, sino todo lo contrario: europeísta.
Carlos Martínez Gorriarán, BASTAYA.ORG, 2/11/2006