La mentalidad diferencialista ha calado ya en la sociedad más allá de la ideología del nacionalismo declarado. Todos los partidos vascos, con excepción de UPyD, suscriben con entusiasmo los privilegios fiscales de la CAV y su blindaje contra asechanzas del exterior: somos las ventajas que tenemos y las excepciones que nos favorecen.
José Bergamín deploraba la decadencia del analfabetismo; otros, con menos ingenio pero con mayor sinceridad, lamentamos el presente eclipse del sentido común. En el caso de Bergamín, la paradoja era provocativamente deliberada; en el nuestro, la constatamos como un doloroso síntoma que confirma nuestras peores previsiones.
Cuando insistimos en la redundante candidez del caballo blanco de Santiago -ustedes me disculparán el símil hípico- no falta nunca la ofendida denuncia, casi incrédula ante tanta desfachatez: «¡De modo que para usted el caballo blanco de Santiago es nada menos que blanco!». Y a uno le toca sonrojarse por ser tan arcaico, tan poco pluralista o alternativo y tan cerrado al diálogo.
Tenemos un claro ejemplo en el discurso de Urkullu en el pasado Alderdi Eguna. El presidente del Euskadi Buru Batzar denunció con (supongo) sincera indignación que el PSE y el PP quieren convertir a Euskadi en una comunidad más de España. Pretenden debilitarla y diluirla hasta, horresco referens, armonizarla con el Estado.
Para ello, no retroceden ante ninguna bajeza: no prescinden de la ikurriña, ah no, sería demasiado brutal, pero le ponen al lado la bandera española; no suprimen el euskera, son muy arteros, pero sostienen en plano de igualdad los derechos de quienes quieren expresarse en castellano; a la Ertzaintza la enredan en quitar carteles pro-etarras, con lo que quema eso y a Euskaltelebista la privan de su mapa telúrico-metereológico tradicional y la limitan al plano de la comunidad autónoma. No cabe duda, van a por nosotros…
O sea, podríamos resumir, no gobiernan como los nacionalistas sino como quienes no lo son. ¡El caballo blanco de Santiago se atreve a ser ufanamente blanco, como si tuviera buenas razones y legitimidad para ello! ¡Habráse visto! Hombre, a uno le parece que no hay nada de malo en que la CAV sea una comunidad más en España: como las otras, sin menoscabo de sus derechos legítimos ni trato de favor. También sin esa excepción que supone el terrorismo y la extorsión mafiosa para mantenerlo, el amedrentamiento de los adversarios políticos, la unanimidad forzosa que impide la expresión pública de voces y símbolos de comunidad con el resto de España o la exhibición hagiográfica de quienes se han distinguido por atentar contra conciudadanos.
No estaría mal poder ser institucionalmente como el resto del país del que formamos parte puesto que de hecho fundamentalmente lo somos: y vivir en armonía con el Estado democrático que es el nuestro (y al que recurrimos con razón en muchas ocasiones, como por ejemplo cuando reclamamosprotección militar para nuestros atuneros amenazados por la piratería) tampoco parece un gran atropello. Perdonen tanta simpleza, pero así lo veo yo.
Cuando oigo discursos como el de Urkullu y otros de parecido corte nacionalista, me parece escuchar a quienes desde hace un par de siglos se escandalizan porque el Estado trate de imponer los mismos derechos individuales para todos los ciudadanos: «¡O sea que ahora tenemos que ser todos iguales! ¡Pero yo soy conde, o marqués, o hijo de un distinguido mariscal! ¿Me van a tratar como a uno más?». Y los ricos: «De modo que debo pagar impuestos como cualquiera para costear servicios públicos que no utilizo y así financiar a vagos y maleantes que no ahorran…».
El elocuente reaccionario Joseph de Maistre rechazaba los derechos del hombre diciendo que él no conocía a ningún «hombre», sólo a franceses, españoles o ingleses. Hablar del «hombre» en general suponía para él acabar con la rica diversidad cultural e histórica del mundo.
Aún hoy hay quien sigue hablando de los derechos humanos «individuales y colectivos», como si precisamente los derechos humanos no se hubieran inventado para combatir los supuestos derechos históricos -es decir, los privilegios- de colectivos como la nobleza, el clero, los gremios, los varones, o los miembros de tal etnia o tal religión.
Lo malo es que la mentalidad diferencialista ha calado ya en la sociedad más allá de la ideología del nacionalismo declarado. No hay más que ver cómo todos los partidos vascos, con excepción de UPyD, suscriben con entusiasmo los privilegios fiscales de la CAV y su blindaje contra asechanzas del exterior: ¡cualquiera se atreve a decir otra cosa! Somos las ventajas que tenemos y las excepciones que nos favorecen, que nadie nos las toque. Y para qué hablar de los abogados que le han salido a ese fantasma que a cada cual se le aparece según el licor del que abusa: la «identidad». «¡Que me roban mi identidad!», protestan unos y otros, con el mismo trémolo angustiado con que Unamuno clamaba «¡que me roban mi yo!». Y la identidad oficial es algo que siempre definen a su conveniencia los especialistas en la materia. Lo curioso es que por el momento la exaltación identitaria sólo ampara a colectivos autodesignados (quienes no se avienen a ello son traidores a los suyos) pero no a los particulares.
De momento, nadie puede invocar a su favor que su idiosincrasia exige ser violador, recibir cohechos o pavonearse con relojes de miles de euros, tal como el escorpión se excusaba ante la rana a la que acababa de inocular su veneno diciendo que tal era su carácter… Pero todo llegará, si somos coherentes con el derecho irrestricto a la diferencia.
En España no estamos en eso todavía, claro. Y tampoco es que vaya a romperse el país, como constatan muy ufanos los de siempre. De momento a los nacionalistas de iure o de facto les interesa más la gestión indefinida del independentismo que la independencia misma. Políticamente, es más segura y más provechosa: se ejerce por aquí y por allá la astuta rentabilidad de la desafección. Hay bastantes que han aprendido a cobrar por hacernos el favor de seguir siendo españoles, lo mismo que esos alumnos franceses que van a cobrar por hacer el favor de asistir a clase. Tan interiorizada tenemos esta situación al parecer irrevocable que los chispazos de unidad son celebrados como triunfos memorables: por ejemplo, los medios de comunicación se deshicieron en elogios cuando la ministra de Sanidad y todos los consejeros autonómicos del ramo salieron juntos a proclamar medidas comunes contra la gripe A. Vaya, no faltaba más que contra una epidemia el país hubiera funcionado según 17 criterios distintos…
Que los nacionalistas tengan sus propias ideas me parece normal. Pero que haya un contagio general que impide a los demás afirmar lo que pensamos so pena de diversos sambenitos retrógrados ya suena peor. El caballo blanco de Santiago sigue siendo blanco, pese al refunfuñar de los coloristas. ¿Qué deseamos, que el País Vasco, Cataluña, Galicia, Navarra o la que ustedes prefieran sean comunidades autónomas ni más ni menos que como las demás, armonizadas con el Estado del que forman parte, sometidas al mismo régimen tributario y por tanto institucionalmente solidarias con el conjunto del país, donde el pleno derecho a utilizar la lengua común oficial conviva con el uso voluntario de las lenguas regionales? ¡Pues claro que sí!
(Fernando Savater es catedrático de Filosofía de la Universidad Complutense)
Fernando Savater, EL PAÍS, 13/10/2009