J. M. Ruiz Soroa, EL CORREO, 1/8/12
El asunto del posible voto de los desterrados por ETA inquieta mucho a las buenas personas que viven entre nosotros, preocupadas como están por la pureza absoluta del censo. Los nacionalistas son más sencillos, ellos están en contra por definición, porque son nacionalistas. ¡Sólo faltaba que el censo vasco se haga desde Madrid!, dicen. Que lo haya hecho el terror, aunque sea sólo en alguna parte, eso no les preocupa, porque era un terror en el sentido correcto, el que persigue la construcción nacional. Como algún historiador ha dicho recientemente con autoridad, ETA ha sido el más eficaz agente de la construcción nacional vasca contemporánea. Pero volvamos a las buenas personas, las que están en principio de acuerdo con la idea pero le ven tantas pegas que mejor sería –dicen– dejarlo estar como está. ¿Qué pegas? Pues las aburridamente sólitas en nuestro discurrir cansino desde hace decenios: que no hay consenso (ni del transversal ni del otro), que el Gobierno lo propone él solo, que el PP busca en el fondo el electoralismo, que podría provocarse un fraude si se admite a cualquiera sin certificados suficientes, que éste es un tema muy serio, que lo procedente es que vuelvan, y así al infinito. Las buenas personas tienen siempre buenas razones para no remover las cosas y no molestar a la sociedad. Es una de las más sólidas tradiciones intelectuales vascas contemporáneas. Todo ello no merecería mayor comentario si no fuera porque, así de pronto, una buena persona más opina sobre el asunto y abre su reflexión con una declaración estridente: «Desde un punto de vista moral tienen más mérito los que se quedaron», dice el Fiscal Superior del País vasco al comentar el asunto. Estupefaciente. O no tanto. Fíjense que a esta autoridad le han preguntado por el asunto del censo exclusivamente, nadie le ha pedido una valoración moral de la huida de los desterrados por ETA, ni que los compare con los que no se fueron. Pero al contestar, pone esta reflexión por delante, y la pone para arrojar una sospecha moral sobre los que escaparon, para poner un poco de caca en la memoria de su huida. Para compararles con los que se quedaron y disminuir así su mérito moral. Fueron un poco cobardones, tiraron el escudo, no aguantaron. Víctimas, sí, pero de segunda. Que una autoridad pública de ese mismo Estado que no fue capaz de proteger y dar amparo suficiente a los amenazados para evitar que tuvieran que huir aterrados les reproche subliminalmente ahora (¡y apelando a criterios morales!) su falta de gallardía y valor, que los califique poco menos que de cobardes, es asombroso, injusto y estúpido, todo en una pieza. Y que lo haga espontánea y gratuitamente, sin venir a cuento, no hace sino agravar su conducta. Hay ideas que ni siquiera las buenas personas pueden permitirse tener, son demasiado indignas. O eso pensaba yo, hasta que alguien ha roto el muro de la vergüenza.
J. M. Ruiz Soroa, EL CORREO, 1/8/12