La baja calidad de nuestra elite política es sólo un epifenómeno de una degeneración mucho más sistémica. Los partidos están colonizando con su sectarismo a todas las instituciones, incluso a las que debieran ser independientes, que paulatinamente dejan de funcionar eficazmente. La sociedad está dejando de creer que la política sirva para algo.
Cualquier comentario de actualidad parece pasar obligadamente por la referencia a las medidas de ajuste duro adoptadas por el Gobierno ante la crisis económica. Y, sin embargo, en mi humilde opinión, la verdadera crisis que padecemos hoy en nuestro país no es tanto la de la economía como la de la política. Porque si entendemos ésta como el subsistema social encargado de producir e implantar decisiones legítimas para los problemas colectivos, la conclusión es que en España la Política (con mayúsculas) ha dejado de funcionar con un nivel mínimo de eficiencia desde hace muchos años. Lo que sucede es que, así como las ineficiencias económicas se visualizan con bastante facilidad, puesto que la sociedad las sufre pronto en forma de mayor necesidad y pobreza, las ineficiencias políticas pueden no ser percibidas por los ciudadanos durante mucho tiempo e, incluso, pueden ser hábilmente camufladas por sus mismos responsables (explotar la ideología y el moralismo proporciona una niebla eficaz para ello).
Lo de la economía española, si dejamos por un momento el mantra ritual de los culpables, era bastante predecible. Que una economía con una productividad a la baja, con una alarmante pérdida de competitividad, atenazada por graves rigidices estructurales en sectores regulativos clave, y con una inflación superior a la de su entorno, pudiera crecer dentro de un área monetaria unificada como de hecho lo hacía era tan sólo un milagro. Un milagro efímero: el de los fondos europeos y sobre todo el del coste negativo del dinero. España descubrió su postrera mina de oro alrededor del año 2000, en forma de dinero gratis e inagotable; en lugar de aprovecharla para mejorar sus estructuras, hizo lo mismo que en el siglo XVI con el oro y la plata americanos: gastarlos improductivamente y pedir más. Lo dilapidó en una orgía de ladrillo y empleo de baja calificación. Nadie con una mínima sensatez ignoraba que aquello no podía durar y que tarde o temprano vendría el choque brutal (sólo se discutía cuál sería la chispa desencadenante). Pero tampoco nadie quiso asumir el papel de Casandra agorera, cuando era tan agradable y remunerador hacer el de lechera: hemos pasado a Italia, mañana alcanzamos a Alemania, somos la séptima potencia mundial, y así. Conclusión: no han fallado los odiados ‘mercados’, que no hacen sino devolvernos a la realidad. Lo que ha fallado, mucho antes, es la política misma: pues en lugar de liderar razonablemente a la sociedad, reprimir comportamientos infantiles, e impulsar las reformas estructurales precisas cuando era posible y menos costoso el hacerlas, la política se limitó durante años a pavonearse.
Ahora bien, lo relevante no es tanto esa abdicación de la política hispana de su función de prever y preparar el futuro colectivo como su causa. ¿Por qué la política española no cumplió ni cumple con su función? La respuesta suena así: porque está demasiado ocupada con otra cosa, con la cosa del poder (es decir, consigo misma).
En la teoría política siempre se ha discutido la interrelación entre el poder y las políticas, entre el gobierno y los ideales. Hay quien sostiene que los partidos quieren el gobierno para hacer unas concretas políticas, y hay quien afirma que en realidad defienden ciertas políticas para poder hacerse con el gobierno. Seguramente ambas visiones tienen su parte de razón y la realidad política es una sutil mezcla de idealismo y maquiavelismo. Pero lo que ha sucedido en España desde hace años es que la balanza se ha volcado del lado pragmático o ramplón. La política lleva muchos años reducida a la sola dimensión de la conquista y mantenimiento del poder, sin más finalidad que la de poseerlo y disfrutarlo (autismo referencial). Los partidos, que son los actores únicos de un sistema político sostenido por una sociedad civil esclerótica y una cultura política parroquial, se han convertido en burocracias autistas guiadas sólo por el poder y su explotación. La apoteosis de lo que predijo el sociólogo alemán Robert Michels. No se trata, créanme, de la baja calidad de nuestra elite política actual. Eso es un epifenómeno (por mucho que llamativo) de una degeneración mucho más sistémica.
Esta política desviada está colonizando con su sectarismo a todas las instituciones del Estado, incluso a las que debieran ser independientes, técnicas y reflexivas para ser operativas. Los partidos, que ni saben ni quieren orientar las decisiones colectivas de futuro (por eso traen a escena al pasado como placebo) sí que saben cómo apoderarse de las instituciones y pervertir su papel. Sea el Tribunal Constitucional, el Consejo del Poder Judicial, o el Consejo Regulador de la Energía, sea el que sea, todos están poco a poco dejando de funcionar eficazmente: el tejido institucional y la alta administración españoles están siendo consumidos por una política autista.
Sucede además que la competencia partidista se ha pervertido gravemente entre nosotros: ya no se trata de convencer a los ciudadanos de que voten a un partido por sus atractivas ideas (¿sus ideas?), sino de que en ningún caso voten al otro, que es el demonio personificado. La política no gira ya sobre el disenso sino sobre la destrucción, su solo afán es el de generar juicios moralistas, emocionales y escandalosos sobre el partido contrario, tarea en la que colaboran entusiasmados los medios de comunicación. La rendición de cuentas y la responsabilidad política se sustituyen hábilmente por el ‘ellos son más feos’. No parece así, al final, sino que en España hay que optar entre una derecha de sinvergüenzas por corruptos o una izquierda de sinvergüenzas por indocumentados. Resultante lógica de tal planteamiento: la convicción difusa de que la misma alternativa es irrelevante. La sociedad está dejando de creer que la política sirva para algo útil, puesto que los políticos se empeñan en demostrárselo todos los días.
Arreglar la economía no es difícil, sólo duro: basta purgar los excesos cometidos. Pero ¿cómo arreglar la política? ¿Cómo evitar el riesgo de acabar en una democracia populista e ineficiente? Eso es muchísimo más difícil, pero como los artículos y su paciencia tienen un límite, ya volveremos sobre ello otro día. Aunque eso sí, no se confundan: lo de menos es cambiar o no al impresentable de turno.
José María Ruiz Soroa, EL CORREO, 30/5/2010