Aurelio Arteta, fronterad.com, 22/9/11
Hay materias o situaciones en que la gente concede enseguida su propia ignorancia y el mayor saber ajeno: quien allí cuenta es el científico, el técnico o incluso el simple profesional. Cuando hablan los “expertos”, a los demás nos toca callar. Nadie se quejará de que un químico o un matemático traten de persuadirnos de lo equivocado de nuestras ideas químicas o matemáticas y sería absurdo que reclamáramos a aquellos teóricos algún respeto para nuestra más que probable incompetencia de legos. Nos bastaría con la mera observación atenta, algún rato de estudio o alguna sencilla demostración para quedar convencidos.
En cambio, en aquellos saberes donde no cabe inferencia rigurosa, exactitud o universalidad, cada cual tiende a atribuirse parecida autoridad que los demás y reivindica el mismo grado de reconocimiento que se presta a cualquier otro. Este es el terreno de la filosofía práctica en general, de la teoría ética y política en particular y otras ocupaciones próximas. Nada más fuera de lugar aquí, dado el prejuicio favorable a la igualdad de valor entre los puntos de vista, que recurrir al argumento de autoridad.
1. En este dilatado terreno, sostendrá el aprendiz de nihilista, no hay autoridad que valga y quien en un momento dado se la arrogue –de manera callada o expresa- sólo puede ser un vanidoso que busca su lucimiento o un autoritario dispuesto a ejercer su dominio. Como se me ocurriera insinuar que sobre las cuestiones en liza tal vez mi opinión fuera de mayor peso, mi contrincante se apresurará a reprochármelo con el apoyo de la concurrencia, que no tolera el menor asomo de superioridad. El otro puede desdeñar premeditadamente mi mejor saber (por razones de especialidad profesional o de afición) sobre lo que se está dilucidando, pero yo no puedo protestar ante tamaño menosprecio. Si lo hiciera, al momento se dispararía el resentido igualitarismo del usted no es quién para darme lecciones. El rencoroso antiintelectualismo ronda bien cerca, aunque demasiados necios lo confunden todavía con un talante democrático.
Si se observa bien, es falso que ya no valga el argumento de autoridad y no se recurra a él. Tan sólo ha cambiado el sujeto que en tiempos democráticos encarna esa autoridad: ahora es precisamente la mayoría. Esta autoridad sociológica nace justamente como negación de cualquier otra, con el propósito de erigirse en la única voz acreditada en los asuntos en los que no cabe un conocimiento científico indubitable. El recurso a esta supremacía de la masa se vuelve inconsciente y tan obvio, que quien lo emplea habla con la mayor de las seguridades. En el fondo, aun sin saberlo, se acoge a una autoridad que considera bastante más incontestable que la del sabio. Se le llame “tiranía de la mayoría” u “opinión pública”, su poder conformador de las opiniones singulares es prácticamente omnímodo. Salvo excepciones, y casi nunca bien vistas, queremos opinar como opina la mayoría. Si al responder a una encuesta nos dieran a conocer de antemano qué opinión iba a resultar la mayoritaria, procuraríamos apuntarnos a ella y hacerla así más mayoritaria todavía.
2. Tan sensible es el ciudadano de nuestros días a cuanto ofrezca visos coactivos, que hasta la misma fuerza argumental de un razonamiento se le antoja un modo de abusiva imposición. Y así, ante la previsible réplica enojada de No querrá usted convencerme, el buen tono exige a quien se propone encauzar las cosas mediante un debate razonable pedir disculpas por adelantado: No pretendo convencerle, pero... Y como aquél se decida a cuestionar algo o a alguien en público, debe iniciar su discurso con el tono contrito del Sin ánimo de polémica…, como si eso de dar y pedir razones fuera poco menos que invitar a la trifulca, en fin, un síntoma de dogmatismo o de mal carácter y ganas de incordiar. Lo que hoy hacemos con la palabra pública es negociar (o sea, chalanear, amenazar, prometer, seducir), pero en modo alguno dar pie a la reflexión común. Es toda una declaración de desconfianza en el diálogo como instrumento para evaluar y organizar nuestra vida colectiva. Y ello parece presuponer además que las ideas políticas, públicas por definición, pertenecen a un orden íntimo e inaccesible que sería de mal gusto exhibir o en el que estuviera vetado adentrarse.
Se defiende también con la firmeza de un prejuicio lo inútil de toda discusión, que refrenda así nuestra desgana para el pensamiento, y el escrúpulo de que todo combate dialéctico enfrentará a los interlocutores sin acercar sus puntos de vista. Tanta desidia culpable ignora que las opiniones en materia política siempre arrastran consecuencias -provechosas o dañinas- para la ciudadanía y que, por ponernos en lo peor, ciertas creencias son capaces de quebrantar la paz de esa comunidad. Da igual. Por muchos argumentos y reflexiones que se le ofrezcan, es difícil que el otro deponga sus hondos prejuicios. No sólo por el orgullo que obliga al “sostenella”, sino porque la mayoría sigue estando de su parte.
3. Un paso más y es predecible que quien llevaría las de perder en un pulso razonable entre opiniones se las arreglará para presentarse como una víctima de la torva intolerancia de su oponente. Por ahí desembocamos en esa libertad de expresión invocada como el incontestable derecho a mantener intactas, contra toda razón, las propias opiniones. Se oye entonces, incluso entre los hombres públicos, sin el menor rubor e incluso en el preciso momento en que convocan al diálogo, eso de que no se puede pedir a nadie que renuncie a sus ideas. ¿No estarán así confesando que las suyas, más que ideas, constituyen creencias sin base racional alguna?; ¿que desconfían de que en un examen supieran defenderse a sí mismas y salir con bien?; ¿o que les interesa mantenerlas, en fin, no tanto por lo que tengan de verdad como por otros beneficios que les reportan…?
Salvo que fueren ideas intolerables, nadie debe apremiar -ni nadie plegarse- al abandono de las propias ideas en virtud de un imperativo o una coacción de cualquier clase. Otra cosa es que lo demande el proceso mismo del razonamiento, es decir, no la fuerza del interlocutor, sino la fuerza de las ideas del interlocutor. Antes de su contraste nadie podrá nunca solicitarme esa renuncia, pero en algunas ocasiones ¿tampoco después? Tras argumentar de manera convincente ese interlocutor puede pedírmelo y yo debo concederlo.
El presupuesto básico de todo debate es la certidumbre de que los hombres tenemos en común el mundo y en especial el mundo de la palabra. Sin esa convicción básica, o sea, cuando prima el propósito del dominio y no del encuentro, cualesquiera opiniones y argumentos están de más en el espacio público. Una sociedad cuyos miembros se niegan a poner a prueba sus ideas y proclaman que no se dejarán convencer… es una sociedad donde en cada esquina acecha el terror. Allí los individuos permanecen inmunes a la persuasión, fuera de la cual sólo cabe la fuerza bruta. Camus ya dejó escrito que «un hombre a quien no se puede persuadir es un hombre que da miedo (…). Vivimos en el terror porque ya no es posible la persuasión”.
Aurelio Arteta, fronterad.com, 22/9/11