Si hay entre todas las políticas sectoriales una que merece ser considerada especialmente como política de Estado, ésa es la educativa. Las normas que rigen la Educación, como las constituciones, es mejor que sean longevas. La brevedad de las leyes educativas y su partidismo son un requisito para rediseñar las dos Españas.
El informe Panorama de la Educación 2008 conocido ayer arroja resultados no muy positivos para España en términos comparativos con la media de los países de la OCDE. Entre la treintena de socios, sólo Portugal y México superan el 50% de ciudadanos que no tienen más estudios que los obligatorios, 19 puntos por encima de la media. El 28% de los estudiantes no tiene título de Bachillerato o similar, lo que nos sitúa 11 puntos por debajo de la media y también los antepenúltimos. Mejoramos bastante en el porcentaje de ciudadanos que ha cursado estudios universitarios. Con un 28%, nos situamos los séptimos y estamos por delante de Francia e Italia.
Hay algún otro aspecto que nos es favorable: la tasa de equidad (hijos de trabajadores manuales que acceden a estudios universitarios) es la más alta, con un 40%, si bien el gasto educativo respecto al PIB es menor en un 0,7% a la media de los países de la OCDE y de la UE.
No son datos muy estimulantes. No lo suficiente, al menos, como para abonar el extraordinario optimismo gubernamental ni esa suave demagogia latente en expresiones como «sois la generación mejor formada de la Historia de España», dirigida a una peña de jóvenes mileuristas que viven mayormente en el domicilio paterno. La ministra de Educación, que es mujer de buen sentido, no podía evitar la tentación el pasado fin de semana en la entrevista de Yo Dona: «Tenemos el mejor sistema educativo que ha habido nunca en España». Son legión los españoles que comparan su Bachillerato con los saberes de los adolescentes en los concursos televisivos con un punto de nostalgia. No porque aquel sistema fuera bueno, sino porque, al menos, proporcionaba una pátina de eso que antaño recibía el nombre de cultura general. Es verdad que se puede reprochar a estos ciudadanos que se dejan llevar por el subjetivismo al hacer su análisis, pero no parece que el método científico de Mercedes Cabrera sea mucho más objetivo: «Es muy difícil explicar que un país crezca, se modernice y se democratice sin que funcione la educación». La ministra debería considerar que hasta hace unos meses, el que más empujaba el PIB era el Pocero, no diré más.
Si hay entre todas las políticas sectoriales una que merece ser considerada especialmente como política de Estado, ésa es la educativa. Las leyes que ordenan la educación en un país deben ser garantía de estabilidad y no cuesta trabajo suponer por qué: la formación de los ciudadanos y los profesionales del mañana debe estar al margen de las disputas partidarias y los avatares políticos. No es el caso. La democracia española ha conocido en los 30 años transcurridos desde la aprobación de la Constitución seis leyes de Educación, además de la de Villar Palasí, que estuvo vigente los dos primeros años de nuestra vida constitucional: LOECE, 1980; LODE, 1985; LOGSE, 1990; LOPEG, 1995; LOCE, 2002 y LOE, 2006. Es un detalle muy revelador del principal de nuestros demonios familiares: la falta de acuerdos básicos de convivencia. No se trata ya de que cada Gobierno entrante venga con su ley educativa bajo el brazo para sustituir la anterior. Así ocurrió con la nonata LOCE. El PP, que gobernaba entonces con mayoría absoluta, no hizo esfuerzo alguno por recabar acuerdos y el PSOE ni siquiera permitió su estreno. Lo más significativo es que en los 14 años de la primera etapa socialista de Gobierno se hicieron tres reformas y otras tantas leyes. Las normas que rigen la Educación, como las constituciones, es mejor que sean longevas. La brevedad de las leyes educativas y su partidismo son un requisito para rediseñar las dos Españas.
Santiago González, EL MUNDO, 10/9/2008