Javier Tajadura, EL CORREO, 19/3/12
La Constitución de 1812 es la primera de España y del mundo hispánico. Tuvo una influencia enorme en Italia, Portugal y América. Es un hito en la historia jurídica y política mundial, similar a la Constitución norteamericana de 1787
Si bien es cierto que, culturalmente, los españoles tenemos muchos motivos para sentirnos orgullosos (de la lengua, de la literatura, del arte) no ocurre lo mismo en lo que se refiere a nuestra historia político-constitucional. España ha exportado un término –«pronunciamiento»– para referirse a la intervención del Ejército en la vida política, dado que esas intervenciones se sucedieron ininterrumpidamente a lo largo de los siglos XIX y XX. Por otro lado, nuestro país ha experimentado, en mayor medida que otros, el drama de la guerra civil. Golpe de Estado y guerra civil no son fenómenos de los que podamos enorgullecernos, sino más bien, recordatorios de lo que nunca más debiera volver a pasar.
Ahora bien, en nuestra historia contemporánea existen dos procesos políticos que fueron contemplados desde fuera con admiración y que, en última instancia, no dejan de guardar una íntima relación. El primero de ellos es la elaboración y aprobación de la Constitución de 1812 por las Cortes Generales y Extraordinarias reunidas en Cádiz. El segundo, la transición política que entre 1976 y 1978 permitió liquidar, de forma pacífica, el régimen dictatorial franquista.
La Constitución de Cádiz es la primera Constitución de España y del mundo hispánico. Tuvo una influencia enorme en Italia, Portugal y América. Es un hito en la historia jurídica y política mundial, similar por su importancia a la Constitución norteamericana de 1787 o a la francesa de 1791. En aquel rincón del sur peninsular, entre 1810 y 1812, tuvo lugar una heroica gesta en la que un reducido grupo de hombres, en medio de una invasión extranjera y ante el vacío de poder existente, llevó a cabo el alumbramiento de un nuevo orden social y político. Para ello proclamaron y establecieron una serie de principios que hoy, doscientos años después, son los que fundamentan y vertebran nuestra convivencia política: el principio democrático según el cual la soberanía reside en el pueblo o la nación, la igualdad ante la ley, el sufragio universal, la división de poderes, la libertad de imprenta, las garantías penales… En definitiva frente a la soberanía del monarca propia del Antiguo Régimen, los liberales establecieron la soberanía de un nuevo sujeto político que nació como consecuencia de la invasión francesa: la nación española. Y frente al despotismo del Antiguo Régimen, los constituyentes gaditanos alumbraron la libertad. La nación y la libertad, esos fueron los frutos de Cádiz.
Lamentablemente, el triunfo de la libertad fue efímero. Y la razón es fácilmente comprensible. La Constitución es la expresión política y la traducción jurídica de un orden material de valores encarnado en el cuerpo social. Y ese orden axiológico distaba mucho de ser el vigente en la España del primer tercio del siglo XIX. Toda Constitución requiere para su subsistencia de la perpetuación de una «voluntad de Constitución» a través del tiempo. Esa voluntad de Constitución, ese sentimiento constitucional, es lo que faltó en la España de entonces. Encarnado en unas minorías ilustradas, no tuvo tiempo de ser transmitido a la mayoría de la sociedad. Los enemigos de la Constitución no lo permitieron.
Ahora bien, a pesar del dramático fracaso de la experiencia gaditana, fue ese el momento en que vio la luz por vez primera en nuestro suelo el Estado Constitucional. Por esta razón y desde la perspectiva de nuestro tiempo, podemos y debemos celebrar la Constitución de 1812 como un triunfo, siquiera póstumo. Los principios constitucionales que hicieron su aparición y entrada en nuestra historia en Cádiz, están hoy vigentes en el Texto de 1978. Aquellos principios, ideas y valores no pudieron fructificar entonces. Lamentablemente, la realidad social y política de la España del siglo XIX y buena parte del XX lo hicieron imposible. Hubo que esperar a la transición política a la democracia llevada a cabo entre 1975 y 1978 para que España se dotara de una auténtica Constitución. Transición que en la medida en que permitió la destrucción del aparato institucional franquista y de los principios ideológicos que lo sustentaban de forma pacífica, a través de la Ley para la Reforma Política, y el alumbramiento de una España democrática, despertó un notable interés en el resto del mundo. Hasta tal punto que podemos considerarla como la segunda gran aportación de España a la cultura política mundial. El proceso de cambio político pacífico fue un ejemplo a seguir por diversos Estados de Iberoamérica y de Europa central y oriental. La transformación de una monarquía absoluta en una monarquía democrática es hoy un referente para, por ejemplo, Marruecos.
Desde esta óptica fácilmente se comprende que entre ambos procesos históricos el vivido entre 1810 y 1812 y el acontecido entre 1976 y 1978, y sus principales frutos: la Constitución de 1812 y la de 1978, exista una íntima relación. Los objetivos de los liberales gaditanos, adaptados a un nuevo contexto histórico, social y político, pudieron por fin alcanzarse gracias a la existencia de un factor decisivo que se dio en 1978 y estuvo ausente en 1812: el consenso. A diferencia de la Constitución de Cádiz, que era rechazada por muchos, la de 1978 se basó en un gran pacto social y político que integró a la práctica totalidad del país.
La Constitución de la Monarquía Parlamentaria es el punto de llegada de aquel viaje iniciado en Cádiz por un reducido grupo de hombres comprometidos con la libertad, y que fueron objeto de una brutal represión por parte de Fernando VII. Por ello, con legítimo orgullo y en homenaje a su memoria, lanzamos hoy un ¡Viva la Pepa!
Javier Tajadura, EL CORREO, 19/3/12