Cristina Cuesta, ex presidenta de Covite, considera «positivo» el avance en el trato a los afectados por el terrorismo, pero echa en falta una «memoria política clara».
Cristina Cuesta tenía veinte años cuando en 1982 ETA asesinó a su padre, el delegado de Telefónica en Guipúzcoa Enrique Cuesta. La impotencia y la «rebeldía» le llevaron a involucrarse activamente en la lucha contra el terrorismo, una tarea a la que ha dedicado gran parte de su vida. «Esto es algo más que un voluntariado», define. En 1998 aceptó formar parte del Colectivo de Víctimas del Terrorismo de Euskadi, Covite, que a día de hoy es la asociación mayoritaria de damnificados en el País Vasco. Cuesta siempre ha estado en primera fila. Durante los últimos tres años ha ejercido la presidencia de la misma, hasta que hace escasos días decidió presentar su dimisión por razones personales. Una decisión «honesta» sobre la que, según reconoce, «llevaba tiempo dando vueltas». «Es sano dar entrada a otras personas. No es bueno apegarse a los cargos», se justifica.
– ¿Qué razones le han llevado a dar este paso?
– Desde hace un tiempo venía comentando a mis compañeros lo anómalo del hecho de que yo viviera en Madrid y desempeñara una labor de esa responsabilidad en una asociación vasca, en este caso de víctimas. Personalmente, me ha producido un desgaste fuerte compaginar esa tarea con mi trabajo y mi familia. Estoy criando a un hijo de siete años sola y eso requiere un esfuerzo cada vez mayor. No hay discrepancias ideológicas en la agrupación, es una decisión meramente personal. Creo que es el paso más honesto porque es un ciclo que hay que cumplir; no hay que apegarse a los cargos. Además, seguiré siendo socia y también continuaré como directora de la Fundación Miguel Ángel Blanco, así que no es una prejubilación.
– ¿Se ha marcado algún objetivo en el horizonte?
– Quiero estudiar. Tengo la ‘victimología’ un poco abandonada. Me interesan temas como la justicia o la impunidad porque creo que en ellos hay muy poca luz. Por ejemplo, recientemente hemos descubierto que hay más de 300 asesinatos de ETA que siguen sin esclarecerse. Es la prueba de que se ha profundizado poco en ciertos aspectos.
– Se incorporó a Covite en 1998, el mismo año que el colectivo inició su andadura, y siempre ha estado en primera línea. ¿Qué balance hace de su experiencia?
– He de decir que me siento orgullosa de haber mantenido mi independencia. Mis prioridades han sido siempre las mismas: defender los derechos de las víctimas y luchar por una estrategia que permita acabar con el terrorismo y con la falta de libertad. Ha sido un camino intenso, lleno de claroscuros, pero es una de las partes más importantes de mi vida, junto con ser madre. Me ha dado mucho más de lo que me ha quitado.
– ¿Se le pasó alguna vez por la cabeza tirar la toalla?
– Vaya por delante que tengo un carácter bastante positivo. Sin embargo, reconozco que fue muy duro vivir la desunión de los partidos políticos en la lucha contra el terrorismo, sobre todo en la pasada legislatura, e incluso la división que existió entre nosotras mismas, las asociaciones de víctimas. Pero lentamente y aunque fuera en espiral, que no en línea recta, se ha ido avanzando. Eso es lo que me ha ayudado a resistir, a no tirar la toalla. Esto es algo más que un voluntariado.
– Tenía 20 años cuando asesinaron a su padre. ¿Podría decirse que del dolor hizo la causa de su vida?
– Más que del dolor, yo diría que de la rebeldía. No recuerdo haber estado triste, sino que lo que sentía era indignación, ganas de ponerme en pie ante una situación que consideraba injusta. Una época en la que las víctimas no existían e incluso tenían que esconderse. No estaba cómoda diciendo que mi padre había muerto en un accidente de coche. Quería recuperar ese espacio público para la dignidad y la libertad.
– ¿Qué lectura hace de la evolución que ha existido en el reconocimiento a los damnificados por el terrorismo?
– Una lectura positiva. La evolución, aunque con pasos atrás, ha sido favorable. Se ha avanzado en las estrategias institucionales y la voz de las víctimas, por fin, se escucha.
– Pero…
– Falta el asentamiento de una memoria política clara. Basta un caso reciente para explicarlo. La familia de Manuel Albizu, asesinado por ETA, se negó hace unos días a acudir al homenaje organizado por el Ayuntamiento de Zumaia, gobernado por Eusko Alkartasuna, porque en la placa sólo aparecía inscrito ‘In memorian’. Ese es el problema. Falta decir que han sido víctimas del terrorismo, poner la palabra terrorismo y reconocer así lo que son y somos sus familiares en realidad. Hablamos de personas asesinadas por quienes quieren imponer un proyecto totalitario. Y de eso hay que dejar constancia.
– De un tiempo a esta parte al hablar de las víctimas del terrorismo se hace especial hincapié en la palabra ‘todas’. ¿Se ha tardado demasiado tiempo en recordar a los afectados por los GAL o los grupos de extrema derecha?
– En Covite hay víctimas de todo tipo. En eso hemos sido unos adelantados porque es algo que nos parece obvio. Estamos en contra de todos los terrorismos. Lo único que pedimos es que no se confunda lo que son víctimas del terrorismo con las que lo son de vulneraciones de Derechos Humanos (en alusión al informe que prepara el Gobierno vasco sobre las víctimas de motivación política). Ellas también se merecen ser reconocidas. Pero no es lo mismo.
– Usted ha calificado en alguna ocasión el terrorismo como una especie de enfermedad. ¿A qué se refiere?
– A las consecuencias que produce en la sociedad. Al acoso y al vandalismo, por un lado, y al miedo, por otro. Es lo que se ha denominado como la anomalía vasca.
– ¿Cree que a día de hoy podría decirse que se ha acabado con aquello del ‘algo habrá hecho’?
– En términos generales yo diría que sí. Creo que en el País Vasco nadie se pregunta ya qué uniforme llevaba o en qué estaba metida una víctima. Con el atentado contra el policía nacional Eduardo Puelles la reacción fue ejemplar. Lo que denunciamos es el asesinato de un ciudadano.
Los «amigos raros»
– Abandona la presidencia de Covite y ETA no ha dejado todavía las armas. ¿Sigue reclamando que no da igual cualquier final del terrorismo?
– Por supuesto. Nosotros hemos mantenido una postura firme, aunque quizás minoritaria en Euskadi, en contra del diálogo porque creemos que es lo mejor para la memoria de las víctimas. Si hay una negociación, la violencia acabaría siendo rentable. Además, está contrastado con la realidad que lo más eficaz contra el terrorismo es la Ley de Partidos, el Pacto Antiterrorista y la actuación de los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad.
– Se ha declarado como una persona optimista. ¿También lo es respecto al final de ETA?
– Sí, lo soy. Y espero que llegue lo antes posible.
– ¿Qué opina en este sentido de los últimos movimientos que se han venido sucediendo en el mundo de Batasuna y del acuerdo suscrito con Eusko Alkartasuna?
– Lo único que quiero es que se haga todo lo posible para que ETA no esté en las instituciones. Creo que se trata de una estrategia para engañar una vez más a la democracia, algo que va en su esencia. Batasuna tiene mucho que demostrar, son años y años de legitimar el terrorismo. Mientras tanto, los que tenemos que actuar somos los que estamos del lado de la democracia.
– Los postulados de ETA, ¿confunden cada vez menos a los jóvenes?
– Es cierto que, como apuntan los expertos, la banda tiene cada vez menos apoyo en la calle. Pero el último informe del Ararteko recoge que el 15% de los adolescentes justifica o no rechaza la violencia, lo que demuestra que hay trabajo por hacer. La presencia de las víctimas en las aulas vascas es muy importante en este sentido. Yo, a título personal, tengo ganas de poder explicar a mi hijo por qué llevo escolta cuando voy al País Vasco. Es pequeño, y para él todavía son los amigos raros de su madre.
– Con la sentencia, aunque recurrida, que condena a 46 años de cárcel a José Antonio Zurutuza Sarasola, el asesino de su padre, ha cerrado el capítulo más doloroso de su vida. ¿Dudó de que pudiera ser testigo de ese momento?
– Lo he dudado durante 28 años. Pensábamos que íbamos a sufrir la impunidad más absoluta porque no se sabía ni dónde estaba. La verdad es que somos unos privilegiados. Hay quienes no tienen esa ‘suerte’ y otros, que ni siquiera la tendrán debido a la prescripción de los delitos. La generosidad de las víctimas ha sido muy grande.
«Tras 25 años de voluntariado, me merecía un descanso»
La carta de dimisión presentada por Cristina Cuesta ha obligado a hacer ciertos cambios en la dirección del Colectivo de Víctimas del Terrorismo de Euskadi. La presidencia la ocupará de manera provisional el actual vicepresidente: Silverio Velasco, cuñado del que fuera gobernador militar de Guipúzcoa Rafael Garrido, asesinado por ETA el 25 de octubre de 1986 en San Sebastián. En el atentado fallecieron también su esposa, Daniela Velasco -hermana de Silverio-, y uno de los hijos de la pareja, Daniel Garrido, de 21 años.
La asociación celebrará antes de que acabe este año -a finales de noviembre o principios de diciembre- una asamblea en la que se darán a conocer los nombres de las personas que pasarán a ocupar la primera línea de la agrupación. Se espera, además, que la cita sirva de escenario para perfilar el camino que seguirá a partir de ahora Covite. Cuesta decidió adelantar su renuncia meses antes de la reunión de la ejecutiva para «dar tiempo» al colectivo a estudiar las candidaturas y dar opción así a otras posibilidades. «Tras 25 años de labores de voluntariado, merecía un descanso», señala. Antes de unirse a Covite, Cristina colaboró, entre otras, con la Asociación por la Paz y el Foro de Ermua.
La persona que le sirvió de «guía» en una andadura «especialmente complicada en el País Vasco» -su padre fue asesinado en los ochenta, considerados como los ‘años de plomo’- ha sido el jesuita y fundador del Instituto Vasco de Criminología, Antonio Beristain Ipiña, fallecido en 2009 a los 85 años de edad. Catedrático emérito de Derecho Penal de larga experiencia profesional, Beristain dedicó gran parte de su vida a defender de manera encomiable a las víctimas del terrorismo de ETA, gesto que le valió numerosos reconocimientos públicos. Entre ellos, el de Covite, cuyo galardón le fue concedido en 2003.
EL CORREO, 26/7/2010