Para Maite Pagazaurtundua, la presidenta de la Fundación de Víctimas del Terrorismo, Vidas rotas es «un monumento realizado con palabras». Es la primera vez que se recogen, una por una, las historias personales de todas y cada una de las 857 víctimas mortales de ETA desde hace 50 años hasta ahora.
Pero lo cierto es que, además de su indudable y solemne carácter laudatorio y de reconocimiento, este libro cumple con una función moral e instrumental necesaria que se resume en una de las frases pronunciadas, ayer, en su presentación, por Florencio Domínguez, uno de sus autores: «Mantener viva la memoria de las víctimas supone la derrota de los terroristas». Y las más de 1.300 páginas del volumen avalado por la Fundación, están escritas a sangre -nunca más precisamente dicho- para explicar por qué y para conseguirlo.
Es la primera vez que se recogen, una por una, las historias personales de todas y cada una de las 857 víctimas mortales de ETA desde hace 50 años hasta ahora. De forma lineal y, como explicó el profesor Rogelio Alonso, otro de los autores, sencilla e intensamente dolorosa. «Desglosando una a una esta letanía de muertes, podemos descubrir el drama humano individual y colectivo; podemos apreciar mejor el coste brutal y el impacto feroz del terrorismo en nuestra sociedad», aseguró.
Los autores del libro, entre los que también se encuentra Marcos García Rey, recordaron con amargura cómo desde que ETA empezó a matar, los asesinos han tenido más protagonismo que los asesinados. A poco que un etarra destacara sabíamos «si de pequeño le gustaba el fútbol, si ayudaba de monaguillo o si lo suyo eran las danzas». Mientras que la víctima «no tenía más protagonismo que el que transcurría desde su asesinato hasta su entierro».
Por eso, después de tantos años no sabemos que a uno de los asesinados lo enterramos sin conocer si quiera su nombre verdadero porque llevaba la documentación de otro encima. No recordamos que una pareja de novios fue tiroteada en su coche y, al desplomarse el cuerpo de uno de ellos sobre el claxon, estuvo sonando 20 minutos sin que absolutamente nadie les hiciese caso. Por miedo. Desconocemos que tres niños murieron en el vientre de su madre. O que el hijo de un guardia civil se suicidó recientemente al conocer la sentencia de condena de los asesinos de su padre.
Los autores del libro hicieron notar la soledad de las víctimas durante tantos años, orilladas por una sociedad que temía que se las relacionase con ellas o relegadas por el Estado que veía con cada víctima que se ponía en evidencia «su incapacidad de mantener a raya al terrorismo». Su «impotencia».
Y aquí viene lo importante. El libro deja testimonio de todo esto pero va más allá. Pretende combatir y acabar con la inercia que durante décadas fue la predominante. «A los terroristas les gusta presentarse como víctimas pero, aunque parezca obvio, hay que señalar que son verdugos», dijo Domínguez: «Si se pone el acento en aquellas personas a las que ellos han matado, se desfigura el conflicto político con el que han justificado sus crímenes y queda sin sentido la historia del grupo terrorista».
Y por si quedara alguna duda de la potencia, del peso moral que tienen las víctimas y que viene condensada gráficamente en el libro, los autores recogieron las palabras de Joseba Arregui con las que defendía que la verdad es que «cada una de ellas es un obstáculo insalvable para ETA y su proyecto, más que lo eran en vida. Ésa es la gran derrota política de ETA: la convicción a la que debieran llegar los partidos políticos de que cada asesinato representa la imposibilidad política del proyecto de ETA».
Los derechos de autor de este libro publicado por Espasa, irán destinados a la Fundación.
EL MUNDO, 4/2/2010