En 2002, el ministro Montoro acordó con la vicelehendakari un concierto económico indefinido, siete meses antes de que Ibarretxe diera a conocer el plan que llevaba su nombre. El PP practica en este asunto una desmemoria simétrica a la de los socialistas cuando acusan a los populares de haber empujado a los nacionalistas al monte de Lizarra con su intransigencia.
Sin prisas y sin pausas, el partido que había sido antonomasia de la oposición hasta el 9 de Marzo camina hacia su implosión. La realidad siempre acaba imitando al arte, y lo que parecía en sus inicios una crisis diseñada en los medios de comunicación ha calado hasta el tuétano del PP, que la ha interiorizado con disciplina admirable.
El plante de María San Gil, seguido por el de Ortega Lara, el artículo de Gabriel Elorriaga y, ayer mismo, los dos compromisarios de Burgos y el diputado Alejandro Ballestero, que retiran su apoyo a Rajoy, parecen un goteo de desafecciones que no va a cesar hasta el congreso de Valencia.
Alvarez-Cascos ha terciado en la disputa pidiendo la supresión del Comité Autonómico, porque no es partidario de que este órgano tenga competencias que deben corresponder al Comité Ejecutivo Nacional y a la Junta Directiva Nacional. ¿Es éste Alvarez-Cascos el mismo vicepresidente del partido y del Gobierno que mantenía unas excelentes relaciones con el PNV en los tiempos del esplendor? No estamos hablando del PNV de Imaz, ojo, ni siquiera del de Urkullu, sino del que pilotaba el gran timonel, Xabier Arzalluz. Nunca había sido invitado ningún dirigente de la derecha española, antes ni después de Alvarez-Cascos, a comer en el sancta sanctorum de Sabin Etxea, con Arzalluz y Anasagasti. Angulas, por más señas.
Antes se había aprobado la cesión de los impuestos especiales a Euskadi a cambio del voto de los nacionalistas en la primera investidura de Aznar. En la negociación de aquellos votos contra estos impuestos tuvo un papel relevante Jaime Mayor Oreja. No eran necesarios en sentido estricto, porque los 20 escaños que sumaban CiU y Coalición Canaria, sumados a los 156 del PP, alcanzaban la mayoría absoluta. En aquella legislatura, Aznar se mostraba dispuesto a ofrecer la cartera de Industria a un nacionalista vasco, Mario Fernández, y la de Asuntos Exteriores a CiU.
Cabe argumentar que eran aquéllos otros tiempos, pero no del todo. Es verdad que aún no se había producido la infame negociación del PNV y EA con ETA que en el verano de 1998 sirvió de pórtico al pacto de Lizarra. Unos meses después, el Gobierno del PP pactó el apoyo del PNV a sus Presupuestos para 1999 y el año siguiente volvió a acordar las cuentas del año 2000. En febrero de 2002, el ministro Montoro acordó con la vicelehendakari Zenarruzabeitia un concierto económico indefinido apenas siete meses antes de que Ibarretxe diera a conocer el plan que llevaba su nombre en el Parlamento vasco. El PP practica en este asunto una desmemoria simétrica a la de los socialistas cuando acusan a los populares de haber empujado a los nacionalistas al monte de Lizarra con su intransigencia.
Vidal-Quadras propone sustituir la negociación con los nacionalistas por un acuerdo de Estado con los socialistas, lo que no estaría mal si los españoles hubiesen encargado al PP la tarea de abrir el baile en las recientes elecciones y los socialistas estuvieran por la labor. Militantes de Alicante y Madrid quieren, razonablemente, eliminar las trabas de los avales para los candidatos a la presidencia del partido. El problema, el jeroglífico, que diría Zapatero, es que hay más teóricos de la demolición que partidarios de la moción de censura constructiva que nuestra Constitución copió de la alemana. No hay un candidato que se ofrezca para corregir los errores de Rajoy. Bruto y Casio se limitarían en nuestro tiempo a escribir un artículo o declarar a una emisora que no acababan de ver en Cayo Julio la adecuada capacidad de liderazgo.
Santiago González, EL MUNDO, 28/5/2008