Aurelio Arteta, EL CORREO, 3/6/12
Igual que no vale el subterfugio de un arrepentimiento tan solo íntimo del terrorista, menos aún admitir la desvergüenza de que solicitar perdón corresponde al «terreno de la religión» y a «un discurso de confesionario»
Hace tanto tiempo que aquí convivimos con la perversión moral y política que ya no reparamos en ellas cada vez que se presentan entre nosotros. Lo mismo que ETA fue en su día el producto de ideas políticas falsas –los falsos derechos de una nación falsa–, su final está siendo acompañado por otra remesa de ideas torcidas en torno al arrepentimiento de sus presos.
Para arrepentirse y solicitar perdón, el criminal político lo tiene mucho más difícil que el criminal ordinario. El criminal político (eso es el terrorista etarra) cree que le exculpa su causa. Él no ha matado por celos ni ha extorsionado para robar como un ratero, sino a fin de recuperar unos supuestos derechos colectivos, con vistas a la presunta liberación de todo un pueblo. Sus medios cruentos estaban plenamente justificados por la crueldad de la opresión sufrida y la altura de sus propios fines. Le disculpa no menos su conciencia de que él no emprendía los atentados por su cuenta, sino en nombre de todos los ciudadanos vascos y antes que nadie de sus correligionarios nacionalistas. Será por eso que estos últimos se muestran remisos a repensar la parte de responsabilidad que toca a la doctrina etnicista que inspiró a los asesinos y hoy alienta a sus cómplices. Tampoco le ayudan demasiado a aceptar su culpa, y con ella su pena carcelaria, los muchos que reclaman a gritos la excarcelación de estos reclusos y quienes les preparan un homenaje a su vuelta a casa.
Es cierto que, antes y además de ser presos del Estado, son prisioneros de su propia banda, que vería arruinada su entera trayectoria como ellos se atrevieran a arrepentirse. Más sencillo les resulta negar su conciencia que renegar de la banda. Pero conviene subrayar todavía otras realidades de gran calado que favorecen el empecinamiento de esos presos y de sus apologistas. En un caso me refiero a cuantos, por indiferencia o cobardía, han consentido cuarenta años de ignominia. Esos meros ‘espectadores’ no exigirán a los presos pedir perdón mientras ellos mismos se abstengan de pedirlo por su pasado silencio o su disimulo. Esta amplia fracción domesticada de la sociedad tiene que reducir la gravedad de unos crímenes que también a ella le salpican. El otro hecho crucial es que ETA, cuyo triunfo era impensable en sentido militar, ha triunfado en gran medida en el político. Si no anda lejos el día en que por fin se disuelva, será porque su terror ya no hace falta: sus creencias y sus metas han sido aceptadas por buena parte de la sociedad vasca y parecen más próximas que nunca. ¿Cómo y de qué van a arrepentirse esos luchadores encarcelados que se consideran los principales autores de semejante éxito? ¿Acaso no deben ser ellos sus primeros beneficiarios?
Porque sus apoyos les vienen de los lugares menos esperados. A propósito del plan de reinserción de los presos etarras el presidente del Partido Socialista de Euskadi declara que «el arrepentimiento es un sentimiento muy íntimo». Su raíz es muy íntima, en efecto, pero no por ello debe permanecer en el secreto de la conciencia del arrepentido. Aceptaríamos que ese arrepentimiento sea privado cuando el daño cometido fuera privado. Si solo se considera la dimensión individual del crimen, bastará con una petición personal de perdón a las víctimas o a sus allegados, que deberían resolver en su fuero interno si lo otorgan. Pero los crímenes de ETA han sido públicos y su arrepentimiento debe ser público. Por contraste con el crimen ordinario (que por eso reviste menor gravedad), estos otros nos afectan mucho y a todos. Tal vez algunos terroristas se inclinen a solicitar perdón, solo que desean que su solicitud no salga de su intimidad. Es comprensible, porque hacerla pública entraña el inmenso dolor de reconocer que sus crímenes fueron inicuos, y su pena de cárcel, merecida.
Pero no podemos ahorrarles ese dolor si queremos juzgar el daño causado a esta sociedad y en particular a sus víctimas. Igual que no vale el subterfugio de un arrepentimiento tan solo íntimo del terrorista, menos aún admitir la desvergüenza de que solicitar perdón corresponde al «terreno de la religión» y a «un discurso de confesionario». Tamaña insensatez la pronunció hace poco la portavoz de Batasuna, que al parecer no concibe ningún perdón nacido de convicciones morales (¿también cosas de curas?) ni de disposiciones penales o administrativas. Lo que encubre ese chulesco desplante parece más simple y terrible: el preso no tiene que pedir perdón porque nada tiene que hacerse perdonar. Y en el mismo lenguaje del que ellos se burlan, responderemos nosotros que no puede haber propósito de la enmienda donde no se muestra ningún indicio de dolor de corazón. El presidente de los socialistas vascos piensa de otro modo. Para Eguiguren la política penitenciaria del Gobierno «no debería humillar a las personas». La inversión moral parece ya completa. Se diría que a esos presos no les humilla tanto haber perseguido y arrebatado unas cuantas vidas de seres humanos, como que ahora se les requiera avergonzarse en público de sus amenazas y asesinatos. Los que degradaron para siempre el valor de tantos secuestrados, los que obligaron a postrarse a tantos indefensos que aguardaban el tiro mortal…, esos podrían sentirse hoy ofendidos por la acción de la Justicia. No entienden que solo esta Justicia les devuelve más limpia su dignidad personal y les reintegra a esa sociedad a la que amedrentaron para mejor someterla. De no ser así, claro está, los grandes humillados de nuevo serán las víctimas. Y humillados (además de inseguros) quedaremos también todos los demás, forzados a convivir con quienes no reconocen el mal cometido y que podrían seguir dispuestos a cometer.
Aurelio Arteta, EL CORREO, 3/6/12