Las políticas antiterroristas deben combatir tanto la violencia como la ideología que la hace posible y que la justifica. Los intentos expansionistas de la ‘yihad ideológica’ alertan sobre los riesgos de la reproducción de una ideología radical con el potencial de generar graves conflictos sociales y violencia.
INFORMACIONES publicadas recientemente por ABC han llamado la atención sobre la expansión del islam radical y los objetivos de quienes propugnan una desestabilizadora y fundamentalista interpretación de esta religión. La ausencia de exitosos atentados terroristas en nuestro país tras la masacre del 11-M no debe hacernos subestimar los riesgos y amenazas que el yihadismo aún plantea a la seguridad. El terrorismo de inspiración religiosa continúa representando una seria amenaza, como revelan las numerosas operaciones antiterroristas que han abortado la planificación de atentados en diferentes momentos. Pero además, ante dicha amenaza también es necesario prevenir una radicalización política y religiosa que puede llegar a constituir la antesala de esos atentados terroristas y de otras manifestaciones extremistas que favorezcan la consolidación de un ambiente propicio para el desarrollo del terrorismo. La respuesta antiterrorista no ha de circunscribirse a la alteración y contención de los planes terroristas elaborados por activistas y redes. También debe incidir en otros estadios previos y en fenómenos que en apariencia no guardan relación con la violencia, pero que, sin embargo, contribuyen a crear un idóneo caldo de cultivo para la progresión hacia el extremismo violento y para su reproducción.
Es por ello preciso valorar y confrontar adecuadamente la expansión de las corrientes ideológicas más extremas del islam sobre la que alertan los servicios de inteligencia. La complejidad de la respuesta ante algunas de esas actividades de propagación es considerable, ya que obliga a intervenciones sobre actores que actúan dentro de la legalidad o bordeando sus límites. Así lo ilustra el significativo incremento de congresos salafistas celebrados en España el pasado año, uno de los indicadores del expansionismo de un movimiento político-religioso ansioso de atraer voluntades hacia una ideología que en última instancia sirve de instrumento para la justificación de comportamientos radicales e incluso violentos. Estos congresos ofrecen entornos de socialización que facilitan la radicalización, o sea, la adhesión a idearios fundamentalistas e incluso su instrumentalización para desembocar en una radicalidad también violenta. Esas actividades, y las que desarrollan asociaciones legales como el Tabligh, Justicia y Caridad o Hizb ut-Tahrir, facilitan la inmersión en idearios radicales que pueden evolucionar hacia una radicalización violenta y la consiguiente integración en células terroristas. Incluso en aquellos casos en los que la progresión no alcanza esos niveles, el riesgo de que la radicalización devenga en amenaza posteriormente es también preocupante. Lo es porque la asunción de una ideología extremista puede dificultar la integración social de individuos fanatizados en la creencia de la preeminencia de una interpretación fundamentalista del islam sobre el orden constitucional.
Aunque la alienación social no es causa necesaria de la violencia, sí puede erigirse en factor propiciador de la misma en el caso de ser convenientemente manipulada por una ideología extremista que provoca percepciones de victimización —muchas de ellas imaginadas, tanto directas como indirectas—, además de conflictos identitarios que llevan a idealizar una determinada identidad grupal —la islamista radical—, demonizando a otras. La combinación de esos factores en un contexto de insuficiente integración puede devenir en movilización. Ante la manipulación y explotación del factor ideológico acometida por el yihadismo, David Omand, un destacado responsable de la inteligencia británica, definía esta ideología como «el arma más eficaz de la que disponen los terroristas», considerándola una corriente de pensamiento difícil de neutralizar y eliminar debido a su rápida expansión y adaptación a diversos contextos.
En esa línea, la ideología que se intenta expandir en España aporta un marco autojustificativo de conductas radicales además de servir para construir una identidad colectiva en la que la violencia puede llegar a erigirse en un componente primordial y unificador. Esa ideología se constituye en eje de un adoctrinamiento que contribuye a consolidar ideas y actitudes violentas, generando una subcultura de la violencia que reafirma las convicciones absolutistas y los comportamientos fanáticos en la raíz del terrorismo. Los contenidos doctrinales de esta ideología, compartidos por musulmanes de heterogéneo perfil sociodemográfico, facilitan su cohesión. A la luz de esa ideología basada en una interpretación excluyente y violenta del credo islámico, los actos terroristas son presentados ante los radicales como necesarios e inevitables con el fin de responder ante supuestos agravios. Son estos los motivos detrás de la decisión del Gobierno británico de impedir la entrada en el país de radicales sospechosos de incurrir en la glorificación del terrorismo. Esta polémica medida fue criticada por el Consejo Musulmán Británico aduciendo que no debería actuarse contra personas sobre la base de sus opiniones, minusvalorándose que ciertas opiniones incitan al odio e inducen a la comisión de delitos.
La realidad sociopolítica y cultural de España, definida por la existencia de una amplia comunidad musulmana y, por tanto, con un significativo colectivo de riesgo, así como por la reivindicación histórica de Al Andalus y por la permanencia de otros agravios construidos por el ideario radical, obliga a reflexionar sobre una problemática susceptible de agravarse en el medio y largo plazo si no se diseñan eficaces estrategias. La necesaria tipificación de nuevos delitos de terrorismo en el reformado Código Penal puede resultar insuficiente para responder a conductas que quizás encuentren mejor encaje en otras figuras delictivas, como la de la provocación al odio o a la violencia por motivos racistas, antisemitas, u otros referentes a la ideología, religión o creencias. Suele decirse que las creencias no delinquen, si bien nuestra legislación sí contempla acciones penales contra ideas que se traducen en actos externos que incitan al odio y a la violencia, evidentes estos en los discursos y actividades de determinados islamistas radicales. Existen precedentes en el ámbito nacional e internacional de cómo esa incitación al odio ha sido utilizada con objeto de penar conductas similares a las de ciertos portavoces del islam radical.
La mejora de nuestra legislación mediante la tipificación de los delitos de adoctrinamiento, captación y adiestramiento ha complementado otros tipos, como el de enaltecimiento, requiriendo aún todos ellos una jurisprudencia que delimite sus contenidos específicos y que facilite la acción probatoria. Mientras la jurisprudencia aporta un marco con el que enfrentarse más eficazmente al terrorismo de opinión, de colaboración y de acción, la amenaza yihadista exige además, y ya mismo, respuestas frente a quienes expanden una ideología radical en la raíz de esa triple dimensión terrorista. En este sentido, la concienciación de jueces y fiscales en torno a la verdadera naturaleza del fenómeno resulta decisiva, pues la experiencia demuestra que en la génesis del terrorismo se encuentran procesos de radicalización sobre los que también es preciso actuar. Las políticas antiterroristas deben combatir tanto la violencia como la ideología que la hace posible y que la justifica, actuación no exenta de dificultades. Por tanto, la intervención en tan sensible ámbito no puede limitarse al fundamental afianzamiento de ciertos valores democráticos y a la necesaria reproducción de contranarrativas por parte de actores no radicales con la intención de deslegitimar los idearios extremistas. Los intentos expansionistas de la denominada «yihad ideológica» alertan sobre la necesidad de actuar también frente a los riesgos que plantea la reproducción de una ideología radical con el potencial de generar en el futuro graves conflictos sociales e incluso manifestaciones de violencia.
Rogelio Alonso, ABC, 10/1/2011