Tomás Cuesta, ABC 08/12/12
La tremolina que ha montado el señor Wert sacándoles la lengua a los nacionalistas ululantes servirá, como mucho, para que el zambombazo emocional ahuyente la modorra y anime el belén mediático. Después —si hechas las pascuas aún no han hecho las paces— llegarán las rebajas, los remates, los saldos. Y entonces será de ver si el ministro encastado se agiganta o se achanta. Si todavía embiste o se refugia en tablas. Entretanto los mercachifles del rencor, los rentistas del odio, los usureros del agravio, se relamen la pupa y se atrincheran en la llaga.
Pero que nadie se engañe: el catalán no lo habrán destruido ni España ni los españoles. La destrucción del catalán vivo es obra de quienes apostaron a trocar lengua viva por batúa. Y ahí sí, no les falta razón a aquellos que proclaman que, hoy por hoy, «a hores d’ara», el catalán anda pachucho, tirando a agonizante. El «vaso de agua clara» (Pemán «dixit») del que bebieron Riba y Pla, el inmenso Carner y el mundano Sagarra, se ha convertido en una jerigonza turbia que infaman al unísono los medios de comunicación de mesas (no de masas, puesto que se sustentan, pitas, pitas, a costa de las dádivas) y la reala intonsa de los politicastros. Por no mentar a los supuestos portavoces de una «sociedad civil» de pega que es, en realidad, de paga. O a los pigmeos que emborronan la estafilla literaria. El catalán —que siguió siendo una lengua de cultura a contrapelo del régimen de Franco— ahora es un aval de adhesión inquebrantable ante los que gestionan el cupo de poltronas y la plantilla de fieles funcionarios. Cualquiera puede llegar a «president» sin saber si la utilización del partitivo es una herencia del bantú o del occitano. Por contra, los que aspiran a una plaza de ordenanza, tienen que ser capaces de dar cuenta del cómo, el cuándo y el por qué las vocales son abiertas o «tancadas».
El objetivo de la funesta Ley socialista de Educación, que violaba a conciencia (de hoz y coz, «pel devant i pel darrera», por detrás y por delante) los derechos ciudadanos, no era remediar la decadencia del idioma vernáculo a costa de arruinar el castellano. Lo que perseguía era transformar en zombis a las generaciones venideras. Formatear la respuesta emocional de los votantes futuros. De ahí, que con independencia del pedigrí de cada cual y de que haya venido al mundo en Mollerusa o en Córdoba la llana, todos quienes atracaron —¡y vaya que si atracaron!— en el embarcadero de la Plaza de Sant Jaume pretendieran liquidar la libertad administrando ideología en vena y filología en cápsulas. Y se hizo «per collons» y por las bravas. Lo esencial es que la identidad se viera reforzada y no contaminar la estupidez de «casa nostra» con inopias foráneas. «Els joves catalans», dentro de pocos años, tendrán el privilegio de ser analfabetos redoblados. Ni podrán descifrar un soneto de Foix («Sol, i de dol, i amb vetusta gonella…»), ni sabrán qué demontre significa diantre.
Lo que corre peligro en Cataluña no es el español, que se defiende solo, sino la propia España. Fomentar el rencor, falsificar la historia, atizar el desdén, minar la tolerancia… O sea, aprender de cabo a rabo a desaprender España. Asignatura obligatoria —obligadísima—, pese a que no aparezca en los temarios. Al cabo, es lo que el «risorgimentista» Massimo d’Azeglio auguraba para la Italia de la segunda mitad del siglo XIX: «Fatta l’Italia adesso bisogna fare gli italiani». Construir la nación y construir las almas. Aunque haya que amputar alguna que otra.
Tomás Cuesta, ABC 08/12/12