El tipo de alianzas políticas casi obligado por el sistema electoral -entre un partido nacional y uno o varios partidos nacionalistas-, unido a malas prácticas, como la del boicoteo parlamentario, empujan al sistema parlamentario hacia uno de partido único virtual. Basta con pactos blindados de gobierno fundados en el ninguneo de los perdedores, los críticos y los disidentes.
SI pensábamos que poco podía ya sorprendernos de la política nacional, conviene recordar que todo puede empeorar y hacer que dé un respingo hasta el más pesimista. Lo último es el boicot a las iniciativas parlamentarias sobre terrorismo firmadas por el PP, decretado por el PSOE y sus socios de la mayoría, para proteger su tan incombustible como inútil «proceso de paz». Como era previsible, apaciguar a ETA y llegar a acuerdos con ellos no es algo que pueda hacerse sin dañar seriamente la democracia. Decidir que los grupos parlamentarios se negarán a discutir las propuestas de uno de ellos, en este caso el segundo del Parlamento -aunque, para los principios democráticos, daría igual que fuera el último-, no es otra cosa que un boicot al Parlamento. La semana pasada vimos un adelanto en el Parlamento vasco, donde los portavoces del PNV y PSE -dos José Antonios: Rubalkaba y Pastor- rivalizaron en quién de los dos trataba con más desprecio la propuesta popular -absolutamente correcta- de que la Cámara vasca se declarara contraria a cualquier negociación con los terroristas.
No se trata, sin embargo, de si la propuesta del PP vasco -partido que las hace de todos los colores- era buena o mala. Para saberlo era indispensable, precisamente, el debate que sus señorías rehúsan realizar: ésta es la cuestión. La gravedad del asunto va mucho más allá del fastidio que este complot puede causar al partido de la oposición. En realidad, da lo mismo si al partido de Rajoy le viene bien o mal que los demás partidos pretendan ignorar su actividad parlamentaria; igual hasta le beneficia. Lo que está en juego es el propio papel institucional del Parlamento, nada menos que el poder legislativo. ¿Es aceptable que la institución representativa más importante de esta democracia representativa y parlamentaria renuncie expresamente a cumplir con su obligación? La respuesta no admite evasivas: no.
Aunque la deriva disparatada y sectaria de la política española haya conseguido difundir la falacia de que el principal papel del Parlamento es oponerse a la oposición y controlar sus iniciativas, olvidando el control del Gobierno, lo cierto es que el papel de los parlamentos democráticos es bastante claro y sencillo: ejercer la representación popular, controlar al Gobierno y debatir públicamente sobre los asuntos políticos y legislativos de su competencia. Me gustaría subrayar modestamente una olvidada obviedad: que el debate público de los asuntos públicos es el eje sobre el que giran las otras atribuciones y competencias. Diputados y senadores son representantes porque nos sustituyen en el debate de los asuntos de interés general, y son públicos porque debaten públicamente, con «luz y taquígrafos», salvo raras excepciones. Diputados y senadores tienen encomendada la función imprescindible de controlar al Gobierno, y por eso les habilitamos para hacer preguntas públicas que el Gobierno está obligado a responder públicamente, con otras escasas excepciones. Pero la función de control es, además, inseparable de la obligación de deliberar, que no es otra cosa que el intercambio ordenado de argumentos racionales, pero controvertidos, incluso antagónicos.
¿Por qué es importante recordar estas tautologías del abc de la democracia? Sencillamente porque la decisión de boicotear la actividad parlamentaria de uno de los grupos, ahora el Popular, implica necesariamente incumplir las funciones constitucionales que tienen encomendadas sus señorías, en realidad la única razón por la que están allí y gozan de inmunidad y otros privilegios, a saber: representarnos para deliberar públicamente sobre los asuntos sometidos a debate, es decir, los aceptados por la Mesa del Parlamento. Si la Mesa acepta una moción del PP, o de quien sea, y los demás grupos se niegan a deliberar sobre ella, incumplen sus obligaciones y privan de significado a la institución. En resumidas cuentas, interrumpen e impiden la práctica de la democracia, traicionando el mandato que les hemos encomendado todos los electores. Ya es sabido que resulta imposible comprometer a un partido a cumplir su programa, pero lo que se nos sugiere ahora es otra vuelta de tuerca: que vayamos renunciando a que los parlamentarios actúen como tales y cumplan con su obligación.
Sólo el hecho de que los diputados, a diferencia de otros profesionales, estén protegidos de cualquier otra forma de recusación y exigencia de responsabilidad que no sea la electoral -blindados en sus puestos por las listas cerradas, mientras sean fieles al aparato que los ha nombrado-, permite diluir y relativizar la gravedad de lo que está sucediendo. Lo cual, unido a otros no menos disparatados -de la presión descarada a los jueces a los referendos que fundan naciones con porcentajes ridículos de participación-, invita a pensar que estamos en una crisis constitucional. De nuevo la evidencia de que muchos de los errores políticos habituales, o nuestra incapacidad para acabar con ETA sin trampas ni rodeos, son efecto de un sistema más orientado a proteger los intereses de los partidos que el interés general.
El tipo de alianzas políticas casi obligado por el sistema electoral -entre un partido nacional y uno o varios partidos menores nacionalistas-, unido a malas prácticas, como la del boicoteo parlamentario, empujan al sistema parlamentario hacia un régimen de partido único virtual. Para llegar a ese punto no es necesario prohibir ningún partido, claro está: basta con pactos blindados de gobierno fundados en la exclusión y ninguneo de los perdedores, los críticos y los disidentes.
¿Política-ficción totalitaria? No, más bien el Pacto del Tinell, o la bufonada de Artur Mas firmando ante notario un compromiso de exclusión del PP. ¿Precedentes anteriores? Uno gravísimo e innombrable, pero inolvidable: el Pacto de Estella o Lizarra, suscrito entre ETA, PNV y EA para imponer la independencia por la vía de los hechos, y expulsar de la política vasca a los constitucionalistas. La extensión al conjunto de la política española de los modos vascos y catalanes, obra de sus respectivos e insufribles nacionalismos, pretende hacer aceptables estos fraudes constitucionales. Y la centrifugación del Estado puesta en marcha por el zapaterismo hace más fácil, si es que no lo requiere imperativamente, esa clase de alianzas. Se comienza aceptando la exclusión de las minorías, aunque sean tan grandes como la que votó al PP, y se sigue impidiendo que el Parlamento delibere y discuta las propuestas de la minoría excluida. Así, el giro de 180 grados del socialismo vasco, del que la coincidencia de los Pastor y Rubalkaba contra el PP es sólo un pequeño ejemplo, es el resultado de la adaptación del PSE a las reglas de ese régimen de partido único virtual: yo te doy tu feudo (Cataluña, País Vasco o Andalucía), a cambio de que tú me des el gobierno nacional, convenientemente -claro está- vaciado de competencias.
Los parlamentarios no tienen derecho a pactar entre ellos la negativa a debatir las propuestas de un igual. Si estas propuestas son descabelladas, que lo razonen y nos persuadan. Deliberar, razonar y argumentar, con luz y taquígrafos, no es un privilegio que puedan arrogarse cuando quieran, sino su obligación. No hay alternativas aceptables.
Carlos Martínez Gorriarán, ABC, 21/2/2007