Se diría que se ha aceptado con resignación que Bruselas no sirve para hacer frente a la crisis y que cada uno de los 27 miembros de la UE ha de apañárselas. Lo que está ocurriendo pone en cuestión el sentido mismo de la construcción europea y, sobre todo, se corre el riesgo de que el daño sea ya irreversible cuando empiece a superarse la crisis.
L a Unión Europea está ausente. Ha desaparecido como referente frente a la crisis económica. Y lo peor es que parece que no se le echa en falta. No se la llamó a participar como tal en la cumbre del G-20 de Londres. Pero nadie protestó por eso. La Comisión Europea, el gobierno comunitario, no genera desde hace meses una sola noticia en el terreno económico. Pero no se ha alzado crítica alguna contra esa inacción. Se diría que se ha aceptado con resignación que Bruselas no sirve para hacer frente a la crisis y que cada uno de los 27 miembros de la UE ha de apañárselas con sus propios medios.
Pero no se puede silenciar ese hecho. No sólo porque lo que está ocurriendo pone en cuestión el sentido mismo de la construcción europea, sino, sobre todo, porque se corre el riesgo de que el daño sea ya irreversible el día que empiece a superarse la crisis.
Un indicador muy preocupante en ese sentido es lo que ha ocurrido con los países del Este. Hace ya un par de meses, sus socios del Oeste, con Alemania a la cabeza, decidieron que no iban a acudir en su ayuda, aunque países como Hungría, la República Checa y algún otro ya estaban al borde de la bancarrota. La cosa ha quedado en manos del Fondo Monetario Internacional y, sobre todo, de que los compromisos del G-20 se cumplan y todos y cada uno de los que prometieron trasferir fondos al FMI lo hagan de verdad. Lo cual no es ni mucho menos seguro. Lo que puede ocurrir en esos países es imprevisible. Pero, más allá de eso, lo que está en el aire es la ampliación de la Unión hacia el Este. Y uno de los pilares de la estrategia de futuro de la UE, la que se fraguó tras la caída del muro de Berlín, la reunificación alemana y el drama de los Balcanes, es la consolidación económica y la estabilización política de lo que en su día se llamó el bloque soviético.
Recordar ahora eso no tiene mayor sentido. Pero cabe presumir que el sueño europeo debe de haberse casi desvanecido por esas latitudes no sólo al ver que Bruselas no manda más dinero, sino que se cierran las filiales de las multinacionales europeas y que los bancos de Occidente se retiran del Este después de haberlo dejado endeudado hasta las cejas. Y, en unos países en los que la democracia acaba prácticamente de llegar, ese despecho puede generar reacciones de toda suerte.
El Tratado de Lisboa, la construcción de la Europa política, es otra incógnita, también ligada a la anterior. La crisis, particularmente terrible en Irlanda, ha arrumbado cualquier previsión sobre el segundo referendo que ese país debería celebrar al respecto dentro de algunos meses. Pero, además, no es imposible que más de un socio del Este rechace también el Tratado. Y un retraso más en el ya muy retrasado proceso de unidad política europea es justamente lo menos conveniente para que Bruselas se rehaga de su pasividad ante el desastre económico. Porque uno de los motivos sustanciales de la misma es que Europa carece de una política fiscal única, es decir, que cada país sea soberano a la hora de decidir cómo ingresa y cómo se gasta el dinero del Estado. Y sin política fiscal no hay política en momentos difíciles, por mucho acuerdo comercial y productivo que exista.
El sujeto nacional manda en medio de la angustia económica. Nicolas Sarkozy vela por los intereses franceses, Angela Merkel por los alemanes y los demás por los suyos. Cada uno según sus criterios, que son distintos en función de las sensibilidades de cada uno de los electorados: Francia ha abierto el grifo del déficit público, Alemania se contiene porque el recuerdo de la hiperinflación de los años 20 y de las estrecheces que pasaron para pagar la factura de la reunificación pesa mucho en los germanos.
Los especialistas han contabilizado que en los últimos tiempos los miembros de la Unión han adoptado hasta 47 medidas proteccionistas. Pero tan preocupante como eso es el citado asunto del déficit público de cada país. Porque contenerlo por debajo del 3% es uno de los requisitos en los que se basa la existencia del euro. Francia va a triplicar ese límite. España no va a andar muy lejos. La deuda pública italiana se acerca al 130 % del PIB. ¿Qué va a pasar con el euro si esas situaciones se prolongan varios años?
Aunque la preocupación por el euro no acaba ahí: economistas del sector ‘desgarrado’ de la disciplina y políticos como el ex ministro de Exteriores alemán Joshka Fischer han expresado serias dudas de que el euro pueda salir indemne o incluso sobrevivir a la crisis cuando la realidad es que países como Irlanda, Portugal, Grecia o España habrían devaluado ya hace tiempo sus monedas nacionales si no se hubieran quedado sin ellas.
Carlos Elordi, EL CORREO, 24/4/2009